Por razones profesionales, a lo largo de veinticinco años, he tenido que ver con un buen número de procesos de divorcio. Unos, con causa suficiente para solicitarlo. Otros, simplemente por mutuo consentimiento. Pero al fin y al cabo, todos dolorosos y con repercusiones mayores o menores para los que menos culpa tienen de lo que pasa: los hijos.
Todas esas experiencias me han hecho pensar reiteradamente en el porqué de esas decisiones. De manera especial cuando no hay realmente una causa sólida para hacer uso de un recurso que, como lo es el divorcio, acaba con la institución del matrimonio que alguna vez fue la razón por la que dos personas decidieron unir sus vidas.
Como apasionado del derecho, no dejo de advertir que el matrimonio es un contrato solemne, pero contrato al fin y por tanto, es posible rescindirlo a través de un procedimiento como el del divorcio.
Creo con sinceridad, que hay casos en que la pareja hace bien en recurrir al divorcio para cancelar en definitiva su vida en común y no hacerse más daño del que se pueden haber hecho antes de dar ese paso.
Conozco hombres y mujeres que han recobrado su tranquilidad y la posibilidad de rehacer sus vidas, después de haber concluido una relación difícil. De hecho, los hay que habiendo fracasado una vez en su intento por establecer una vida en común, logran alcanzar la felicidad cuando se presenta (y la toman) una segunda oportunidad.
Pero, lamentablemente, debo admitir que en la mayoría de los casos, se recurre al divorcio sin haber agotado antes otras formas de solución al problema que enfrentan.
Eso me lleva a pensar que los niveles de tolerancia en las parejas se han reducido drásticamente y que ahora resulta más fácil terminar un matrimonio por problemas que serían perfectamente salvables si se apelara al amor, la comprensión, el cariño y la aceptación mutua.
Antes, era frecuente escuchar la consideración de que muchas mujeres casadas vivían su matrimonio de manera sumisa y abnegada, pero que lo hacían por prejuicios religiosos; porque no tenían capacidad para subsistir por sí solas; por proteger a sus hijos o por temor al repudio social. Por razones como ésas, aguantaban todo tipo de maltratos. Pero ahora, muchos de los antiguos prejuicios religiosos han quedado atrás, puesto que en estos tiempos no sólo es posible acceder al divorcio civil, sino que puede llegarse hasta la anulación del matrimonio eclesiástico, si el o la interesada así lo desean. Claro está que sobre la base de ciertos supuestos. Pero en esencia la frase sacramental de que “lo que ata Dios en el cielo, no lo desate el hombre en la Tierra”, no es ya válida para todos los casos.
De igual manera, la capacidad y preparación de las mujeres las ha vuelto independientes económicamente, de manera que en muchos casos ellas contribuyen en forma significativa al sostenimiento del hogar y por tanto, ningún temor abrigan si se ven en la necesidad de sostenerse por sí mismas y proveer lo necesario para sus hijos.
Han comprobado además, que en ocasiones resulta más perjudicial para los hijos estar viviendo en ambientes de constante zozobra e intranquilidad, que hacer su vida en solitario pero en un ambiente en que aquéllos puedan desenvolverse sin factores que los alteren emocionalmente.
El repudio social que antes existía, ha desaparecido y ahora es normal que una mujer se muestre como divorciada. Aunque aún les cuesta trabajo adaptarse a una vida en que lo común son las relaciones entre parejas, lo cierto es que ello no se traduce en un repudio por su condición y son contados quienes las estigmatizan por encontrase en esa situación.
Pero todo eso que nos ha llevado a avanzar como sociedad, también ha generado el que las nuevas parejas asuman su compromiso matrimonial partiendo del supuesto de que “si les va mal”, pueden divorciarse sin mayores problemas y eso conduce a que, al enfrentar dificultades, pocos se empeñen en mantener una vida en común.
Antes eran contados los que se casaban pensando en que si aquello no funcionaba, se divorciaban y santo remedio. Es más, ni siquiera les cruzaba por la mente la posibilidad de enfrentar un proceso de esa naturaleza. La gran mayoría de las parejas se casaban convencidas de que aquel acto matrimonial era para toda la vida. “Hasta que la muerte los separe”, como decía el cura que atestiguaba la ceremonia.
Otro signo generalizado, era que se constituía el hogar con lo que hubiera. Como vi alguna vez en una tienda de muebles en Brasil. “Matrimonio perfecto. Cama y Mesa”. Así se comenzaba una relación de pareja y poco a poco se iban adquiriendo otras cosas que producen mayor confort.
Pero ahora, para poderse casar, las parejas quieren tener casa propia, buenos muebles y dos coches. Si no parten de esa base mejor no dan el paso, lo que me hace pensar que subordinan el amor que se pueden tener a los satisfactores materiales. Ya no es válido aquello de que: “Contigo, pan y cebolla”.
Es preocupante el incremento en los índices de divorcio que se presenta en nuestra sociedad. Pero lo es, porque revela una ausencia de amor verdadero; de comprensión y tolerancia; de mutuo apoyo y consideración.
Pero quizá sea el reflejo de lo que estamos viviendo como sociedad, como grupo humano. Porque nos negamos a hacer un esfuerzo para que nuestra comunidad prospere. No estamos dispuestos a aceptar a quienes no piensan como nosotros, ni a tenderles la mano a quienes necesitan de nuestro auxilio.
Nos estamos deshumanizando y eso se lo trasmitimos a las nuevas generaciones.
Estamos poniendo en riesgo lo más valioso que tenemos: la familia y los valores que la sustentan.