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Addenda/Historias personales

Germán Froto y Madariaga

“Que las almas de los fieles difuntos descansen en paz”, solía decir mi madre cuando concluía aquellos rosarios en los velorios familiares. “Que así sea”, respondíamos todos.

Pero yo sabía desde temprana edad, que no todos los difuntos descansaban como rezaba la frase con la que se remataba la letanía, pues en aquella añosa casona marcada con el número tres de la calle de Hidalgo, de ese pueblo que antaño conoció mejores épocas, pasaban cosas extrañas, inexplicables. De algunas de ellas fui testigo y otras las escuché de viva voz de los protagonistas.

Esa enorme casa había sido sucesivamente propiedad de varios de mis familiares. Desde el zaguán, hasta sus últimos patios, pasando por las recámaras, la sala y el comedor, las bodegas, los baños del fondo y los corrales, todos aquellos muros y pasillos fueron también testigos, pero mudos, de los sucesos de ultratumba que comenzaron hace ya muchos años, con aquel espíritu que solía jugar con mi primo Enrique.

Siendo él un niño, se sentaba al final del pasillo central, justo enfrente de la última recámara y desde ahí hacía rodar una hermosa y refulgente pelota roja que le había regalado su padre. Lo extraño del caso, es que la pelota, sin rebotar en alguna pared, volvía a sus manos en forma silenciosa, como si un ser invisible la hiciera rodar de regreso.

Cuando mi padre vio, por primera vez, ese extraño juego no le dio importancia, porque, según me dijo, pensó que algún amigo de mi primo estaba adentro del cuarto y desde ahí le devolvía la pelota. Pero después se percató de que del otro lado no había nadie, no obstante lo cuál Enrique jugaba largos ratos con un etéreo amigo, al que él llamaba “El Rayas”.

“¿Con quién juegas?, m’ijo”, le preguntó un día mi padre entre intrigado y temeroso. “Con El Rayas”, le contestó mi primo.

“¿Y ése, quién es?”, le volvió a preguntar mi padre.

“P’os ese señor de traje con rayas blancas que está ahí”, respondió.

Mi padre enmudeció, porque en el lugar hacia el que señalaba Enrique no había nadie. Ante nuevas preguntas el niño le respondió que su amigo, ese con el que solía jugar entre otros juegos al de la pelota, era un señor de traje negro y finas rayas, con sombrero también de color negro, que solía llegar e irse sin que él supiera por dónde entraba y por dónde se iba.

Mi padre cayó en cuenta de que era un espíritu que habitaba en aquella casa y que seguramente andaba por ahí penando, de manera que un buen día, le dijo a mi primo que le preguntara qué era lo que quería.

A los pocos días, obtuvo una respuesta. “Oye tío, dice mi amigo que quiere que le manden decir una misa”.

Ni tardo ni perezoso mi padre mandó decir una misa con el cura del pueblo, confiando en que luego le podía pedir a mi primo que le preguntara a su amigo, que dónde estaba el dinero, pensando que aquel difunto debería saber de algún “entierro” valioso y en agradecimiento por la misa le daría el “redotero”, como dicen en los pueblos.

Pero después de la misa, mi primo Enrique nunca más volvió a ver a su amigo y obviamente mi padre se quedó con las ganas de hacerse rico gracias a una revelación de ultratumba, aunque durante toda su vida, jamás olvidó al “Rayas” y la forma en que Enrique jugaba con el difunto.

Muchos años después, en esa misma casa en la que por aquellos años habitaban mi abuela materna y su hijo, mi tío Heberto, desde hacía tiempo, éste me despertó en la madrugada, diciéndome:

“Véngase, hijo. Acompáñeme, porque creo que alguien se metió a la casa”.

Yo, más dormido que despierto, me levanté de la cama y lo seguí. Él llevaba una pistola en una mano y un bate de béisbol en la otra, lo que me hizo pensar que, dependiendo de las circunstancias, mi tío esperaba encontrarse con el ratero y dispararle un balazo o golpearlo con el bate, según lo que mejor conviniera.

Los ruidos que lo habían despertado provenían de la sala, por lo que nos dirigimos hacia allá atravesando el pasillo. Pero cuál no sería mi sorpresa que al entrar a ella todos los muebles se movían al mismo tiempo como si estuviera temblando muy fuerte.

“Por aquí anda, hijo. Véngase”, me dijo mi tío. Y yo lo seguí sin plena conciencia de lo que hacía, pero pegado a su cuerpo como lapa.

Salimos de la sala y entramos al comedor, en donde se encontraba aquella larga mesa con doce sillas, tres vitrinas y dos trinchadores. Pero al momento de traspasar la puerta que había entre ambos recintos, los muebles de la sala dejaron de moverse y comenzaron a brincar sobre sus patas todos los del comedor.

“Por aquí va. Por aquí va”, repetía mi tío. “No se me despegue”, me decía.

Pero mi asombro se convirtió en estupor al advertir que no sólo los muebles brincaban sobre sus propias patas, sino que ninguna de las copas y las vajillas de las vitrinas, ni las cosas de cristal que estaban sobre los trinchadores se caían ni se quebraban.

Salimos del comedor y mal habíamos cruzado el quicio de la puerta que daba de nuevo al pasillo, cuando tras de nosotros se hizo un silencio sepulcral. Y al voltear hacia atrás, todos los muebles que alcancé a ver estaban en su lugar como si nada hubiera sucedido.

“Ya se nos escapó ese bandido”, me dijo mi tío. Y añadió: “Vámonos a dormir”, hijito.

“¿Dormir? ¿Dormir?” Me pregunté mentalmente a mí mismo.

¿Cómo podía dormir, después de todo lo que había visto y oído?

La verdad, lo más que llegué a hacer durante muchos días en que estuve en esa casa, fue dormitar. Pero pasó tiempo antes de que pudiera volver a dormir como Dios manda.

En otra ocasión, en esa misma casa, una noche de invierno vi la figura fantasmagórica del hombre que decían la habitó en otro tiempo y lo asesinaron decapitándolo.

Pero...Pero... Dejemos la pluma en el tintero, rogándole a Dios que este día y todos los demás, las almas de los fieles difuntos descansen en paz.

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