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Addenda/Los perros carniceros

Germán Froto y Madariaga

Yo crecí con la televisión. Durante años me divertí con su programación, porque era mayoritariamente sana. Los programas más violentos de entonces no se comparan a la violencia mostrada en las caricaturas promedio de ahora.

“La ley del revolver”, de Mat Dillon y la señorita Kitty, o la serie: “Combate”, cuyos episodios narraban las peripecias de un comando de soldados durante la Segunda Guerra Mundial, eran de los pocos que recuerdo en los que se mostraban asesinatos. Claro está que el famoso cherife mataba a los malos, en un duelo cara a cara y asistido solamente y a la distancia por su fiel compañero Chéster.

Ahora, la programación de la televisión ha cambiado mucho, pues malos y buenos matan a diestra y siniestra sin misericordia.

Pero aunque ello resulte preocupante por el hecho de que todos los días, durante todo el día hay programas que hacen apología de la violencia, nos debe preocupar igualmente el hecho de que los comentaristas de televisión y la estructura “informativa” de los programas noticiosos en los que aparecen, están convertidos en unos verdaderos perros carniceros.

Así como el amarillismo en la prensa escrita llevó a muchos periódicos (y aún los hay) a publicar tabloides que al abrirlos chorreaban sangre. De esa misma manera metafórica, cada mañana al encender el televisor y recorrer los canales que trasmiten programas noticiosos, me encuentro con información sanguinaria en la que se da cuenta de muertos, asesinados, ejecutados o linchados que nos son mostrados descarnadamente.

Parecería que las televisoras mandan a sus reporteros para que, como perros de presa, vayan detrás de la sangre y filmen los más horrendos crímenes para ser enviados a todos los hogares del país.

Y los conductores se pretenden exculpar simplemente diciendo que, a continuación, los televidentes “verán escenas muy crudas”, como si con ese anuncio el común de éstos fuera a cambiar de canal, cuando por todos es sabido que lo hacen para despertar el morbo y la curiosidad de la gente que con más ganas se dispone a presenciar esas escenas.

Pero además, a renglón seguido los comentaristas se erigen en censores y jueces que critican y sentencian sin más elementos que los que tienen a la vista y sin otro apoyo “moral” que el que les dan las empresas para las cuales trabajan.

Ellos se han arrogado para sí el derecho a decir qué hacer y qué no hacer. Qué está correcto y qué no. Qué es lo bueno y qué lo malo.

Son, según ellos, la conciencia social que pontifica desde una torre de marfil que permanece impoluta y al margen de las iniquidades humanas.

En un excelente artículo de Federico Campbell, publicado en una revista nacional hace algunas semanas, comentaba un libro del que no hay traducción al español, escrito por el profesor francés Serge Halimi, en el que se aborda este tema de los medios electrónicos y su influencia negativa en nuestra sociedad.

En ese libro, de acuerdo con Campbell, se afirma que estamos asistiendo a “un momento de transición, del periodismo escrito al periodismo oral”, en el que un puñado de comunicadores (¿?) tan estridentes “que no dejan hablar a nadie más”, triunfan todos los días y a todas horas mediante un altavoz que son las televisoras que se conducen en los términos descritos.

No hay ni para dónde voltear. Porque unos y otros se disputan el denigrante honor de ser los que más violencia, muertes y crímenes transmitan.

Y claro está, que cada vez fingen con mayor maestría horrorizarse ante ese tipo de acontecimientos, a sabiendas de que lo que están haciendo es impulsar a la sociedad a una mayor degradación.

Justificándose, sin conseguirlo, en el derecho que tiene la ciudadanía a estar informada, buscan que los delincuentes declaren con pelos y señales sus fechorías antes de que lo hagan frente a un juez.

Atosigan sin miramientos a las víctimas que yacen doloridas y aturdidas en una cama de hospital y exigen que los familiares de los asesinos les revelen el porqué de sus torvas conductas.

A su juicio, el derecho a informar les da derecho a todo. A entorpecer averiguaciones penales. A alertar con información tendenciosa a los cómplices que andan prófugos. A azuzar a grupos de inconformes para que protesten grosera y violentamente contra la autoridad. A destrozar la vida y la honra de presuntos responsables de delitos, aun cuando ni siquiera se haya girado una orden de aprehensión en su contra.

¡Ah!, pero eso sí, que nadie los toque. Que nadie se atreva a cuestionarlos o insultarlos por violar la intimidad de las personas. Que nadie se niegue a responder a sus preguntas, porque entonces sí arremeten contra quien lo haga por “violentar” su derecho a la información. ¿Y el derecho de los otros, y de nosotros, dónde queda?

En el citado libro de Halimi, al abordar ese tema, éste señala: “El problema es que muchos (de los conductores) se creen profesores de moral y les da por dar lecciones de lo que está bien y de lo que no”.

Ante las denuncias de corrupción a las que son tan afectos estos señores, Halimi se pregunta: “¿Cómo se puede hablar sobre la corrupción política sin reconocer que el sistema mediático está también corrompido? ¿Cómo se puede denunciar la corrupción económica cuando el periodista acumula dinero, favores, canonjías?”.

La televisión mana sangre cuando vemos esos noticieros. A la mayoría de los conductores les mana sangre de la boca cuando critican a otros por sus censurables conductas, a sabiendas de que opera en ellos el efecto espejo, porque reflejan lo que en realidad son. Igualmente les mana sangre de las manos por el dinero que ilegítimamente reciben.

Son, en verdad, los modernos cancerberos que con sus ensordecedores ladridos pretenden guiarnos a las puertas de los infiernos.

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