Hay cuatro elementos que son fundamentales para poder llevar al cabo un proceso electoral: Los contendientes, las autoridades electorales, el marco legal (leyes), y los ciudadanos.
Se podría decir que si falta uno de estos cuatro elementos no es posible realizar elecciones, pero tenemos que admitir el hecho de que si bien cada uno de estos elementos están íntimamente vinculados entre sí, la causa primigenia de ellos está en el elemento ciudadano.
El estado democrático se mueve en torno de ellos. Los candidatos surgen de ellos. Las autoridades se encarnan en ellos. El marco legal es dictado indirectamente pero por ellos. Y las elecciones se llevan a efecto para que ellos elijan a sus gobernantes.
Muchos son los comentarios que he leído y escuchado en estas últimas semanas en torno a los procesos electorales que habremos de vivir el día de mañana y en su gran mayoría parten de la base de que éstos se desarrollarán frente a una ciudadanía informada y participativa en la que sólo hay que romper su apatía. De ahí que se apele a esa conciencia ciudadana y a la necesidad de que acudan en esos procesos la mayor cantidad de electores posible, lo cual es bueno, pero creo que nos hemos estado moviendo en un escenario irreal.
Tenemos que aceptar que el ciudadano común, el hombre de la calle tiene muy poco interés en los procesos electorales y de ello somos culpables todos. El propio ciudadano que debería interesarse de por sí en lo que sucede en su comunidad y en las autoridades que lo habrán de gobernar.
Hay también parte de culpa en las autoridades electorales que no han logrado promover eficientemente la participación cívica, pero por igual razón la hay en los medios masivos de comunicación. Y otro tanto corresponde a los contendientes cuando no alcanzan a entusiasmar a los electores para que acudan a las urnas.
Pero en la base de ese círculo vicioso, en la causa generadora de esa culpa compartida, sigue estando el ciudadano al que todos consideramos buenamente involucrado en estos procesos y que en realidad no lo está, porque al fin de cuentas carece de la formación cívica necesaria para interesarse realmente en cuanto sucede a su alrededor y más tratándose de quienes lo habrán de representar ante los órganos de autoridad.
Queremos que candidatos y autoridades, en unas cuantas semanas, logren lo que no ha logrado el sistema en muchos años de vida y al no alcanzar ese objetivo los culpamos sólo a ellos, a los contendientes y las autoridades, por ejemplo, de los altos índices de abstencionismo que cíclicamente arrojan los procesos electorales.
El error no está entonces en los tiempos cortos de campaña o en la falta de una mayor promoción para que el elector acuda a la urnas, ni en el marco legal vigente. El error está en considerar que existe una ciudadanía madura, cuando nos falta mucho para lograr esa madurez.
Bueno, hemos llegado al extremo de acicatear la conciencia ciudadana desde el ángulo religioso y decir que no acudir a las urnas “es pecado”, como si con eso se fueran a motivar los electores para que voten con tal de evitar el castigo divino.
Pero, ¿dónde está la promoción para la formación ciudadana fuera de los tiempos electorales? ¿Dónde la educación cívica en nuestras escuelas y universidades? ¿Dónde el ejemplo de los padres para sensibilizar a sus hijos en el uso de sus derechos ciudadanos?
No podemos pretender que con tan sólo unas cuantas semanas, cada tres o seis años, en que se haga ese tipo de promoción la ciudadanía acudirá a votar. Ni tampoco podemos revolvernos en nuestro propio coraje para echarle la culpa a partidos, candidatos y autoridades porque el ciudadano no responde en forma mayoritaria, cuando todos, pero todos, hemos sido incapaces de atacar el problema en su origen.
Debemos pensar además, que si no es posible motivar a los electores por la vía del convencimiento para que ejerzan su derecho a votar, bien podría hacerse por la de la sanción.
La fracción tercera del artículo 36 de la Constitución General, establece que es obligación de los ciudadanos de la República “votar en las elecciones populares en los términos que señale la ley”. Pero bien sabemos que es ésa una norma imperfecta porque carece de sanción y por ello es considerada casi como letra muerta a pesar de que es derecho vigente del más alto rango.
¿Por qué no pensar en perfeccionar esa norma? El ciudadano común ha aprendido a apreciar su credencial de elector como un instrumento importante y casi imprescindible de identificación. ¿Cómo reaccionaría si se establece en la ley una sanción para quienes, sin causa justificada, no acudan a votar?
Contamos con un padrón con fotografía que nos permiten saber quién voto y quién no lo hizo. Bien podría considerarse la posibilidad de aplicar sanciones a quienes incumplan con esta obligación.
Una de las características del poder del Estado es precisamente la coercitividad. Esa facultad que tiene para hacer valer sus determinaciones, para obligar al gobernado a cumplir con su deber.
No soslayamos el hecho de que el voto está también considerado como una prerrogativa en la misma Constitución, en el artículo anterior al citado. Pero si el ciudadano desdeña esta prerrogativa, y visto está que, en su mayoría, lo hace sistemáticamente, nada impediría que dejara de ser tal y quedara únicamente como obligación provista de la correspondiente sanción.
Admitamos de una vez por todas que hemos estado partiendo de un escenario irreal, que es el de considerar que la ciudadanía está madura, y elección tras elección confiamos en que ahora sí los electores responderán a su compromiso ciudadano, sólo para que un día después del proceso lamentemos el que no haya sido tal, pues vuelve a triunfar el abstencionismo.
No hay duda, nos falta mucho por recorrer. Pero si no apretamos el paso asumiendo cada cuál la responsabilidad que nos corresponde y tomando las medidas necesarias en base a nuestra realidad social, como sociedad llegaremos al próximo siglo formulando, en esta materia, las mismas quejas de siempre.