Segunda y última parte
Si el costo en pesos es sustantivo, el costo social y político es aún más alto: desconfianza en las instituciones, desmoralización e ingobernabilidad justo cuando se inicia el vital proceso de arraigo de la democracia.
Fueron como Nosotros, pero Cambiaron Hace Mucho.- Historia de éxitos en la lucha contra la criminalidad, las hay. Todos los que alguna vez leímos a sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), supimos que ya desde el siglo XIX, en Londres —entonces la urbe más importante en el sistema mundial—, los criminales estaban a la defensiva: si en casos difíciles la policía no podía con ellos, entonces un detective privado, de gran inteligencia y métodos modernos —Sherlock Holmes—, invariablemente les ponía el alto, incluso al mayor de todos, al diabólico profesor Moriarty. Sin embargo, la historia real nos dice que menos de un siglo antes, Londres, por lo que a la criminalidad se refiere, era un sitio no muy distinto de México y en algunos aspectos era peor.
El Londres de la época Georgiana, según nos lo describe con gran viveza y sentido del humor y de la tragedia, Robert Hughes (The Fatal Shore, 1987), era la ciudad más importante del mundo, pero también la más maloliente y sucia, invadida por ejércitos de ratas y habitada, por un lado, por una burguesía y una nobleza muy ricas y por otro por una multitud de trabajadores pobres -la edad de esos trabajadores iba desde los seis años hasta la vejez prematura- que consumían ginebra barata en cantidades asombrosas -única manera de soportar la sordidez cotidiana- gracias a lo barato de la bebida y a que había un punto de venta de alcohol por cada 120 londinenses; en conjunto, Inglaterra consumía entonces ocho millones de galones de ginebra al año.
En ese Londres tan socialmente brutal del siglo XVIII, la “clase criminal” era inevitable y muy numerosa: alrededor de 115 mil de tiempo completo según unos o 50 mil “duros”, según otros. En el mejor de los casos, el 6% de la población de la gran ciudad vivía de la industria del delito. No es de asombrar que en esa época y con el ambiente de insubordinación de las clases populares europeas creado por los sansculotte de la Revolución Francesa, las clases medias y altas inglesas, sintieran que vivían a la defensiva de una enorme ola criminal. Para esas clases dominantes y beneficiarias del inicio de la Revolución Industrial, el consumo sin medida de ginebra, la pasión desbordada por el juego y el gusto por “los lujos”, habían hecho que la subordinación y aceptación que tradicionalmente habían caracterizado a las clases trabajadoras de las Islas Británicas, se hubieran convertido en insubordinación, violencia y “espíritu de motín”.
Como en México hoy, salir de noche en Londres equivalía a tentar a la suerte, pues la posibilidad de ser asaltado con violencia e incluso asesinado, era alta. Los delincuentes eran, por lo general, muy jóvenes, pues la demografía inglesa iba en una curva ascendente muy rápida, el cambio económico no creaba empleos — ni siquiera mal pagados— a la velocidad que se requerían para ocupar a todos los jóvenes que los demandaban. Al igual que en el México de hoy, al final del siglo XVIII en Londres, la posibilidad de que el criminal fuera capturado, era muy pequeña (entre nosotros es de menos de una en treinta). Así pues, ante las malas condiciones de la vida honrada, arriesgarse a la vida criminal era una decisión muy racional.
El cuerpo de policía de Londres (los “Charlies”) era entonces relativamente pequeño, de un par de miles -en eso no se asemejaba al caso mexicano, aquí la policía es numerosa- y como en México, extremadamente deficiente, pues lo conformaban “viejos decrépitos y pobres”, mal armados, que preferían evitar que enfrentar a los verdaderos criminales, pero que se cebaban con los inocentes o quien fuera más débil que el policía. La corrupción era la compañera constante de esos “agentes de la ley y el orden”, pues con un “cuarto” de ginebra o unos cuantos peniques, dejaban libre al sospechoso. En realidad, la llamada justicia usaba más a los informantes privados a los que pagaba por denunciar crímenes reales o imaginarios del prójimo que a la policía.
Esta especie de protodetectives tenía un interés creado por fomentar los delitos que por ponerles fin, pues entre más hubiera, mejor su negocio. La otra cara de esa criminalidad era la dureza del castigo, cualquiera podía terminar en la horca por robar en una casa o en un camino el equivalente a 40 chelines.
En Suma.- Las razones últimas del cáncer que vive hoy México en general y la ciudad de México en particular, la criminalidad, es social e histórico. Sus razones se encuentran en la falta de oportunidades económicas para la fuerza de trabajo y la pésima distribución del ingreso; y también en fracturas en el tejido de la sociedad como son la corrupción y el descuido de la vieja clase política frente a la impartición de justicia. Sin embargo y como todo cáncer, a la criminalidad se le debe de atacar en sus causas pero también en sus manifestaciones. El “Plan Giuliani” puede o no dar resultado, pero hay que hacer algo ya, pues si la autoridad no puede ofrecer una razonable seguridad al ciudadano en su vida y propiedad, entonces ¿para qué sirve?