(Segunda y última parte)
Los ejemplos pueden acumularse hasta dejar en claro lo siguiente: en teoría, el establecimiento de una autoridad radicalmente democrática en los dos siglos pasados, tenía mucho sentido -sobre todo moral—, pero en la práctica todo concluyó en un sangriento desastre, lo mismo cuando triunfó que cuando fracasó.
De cara al presente y al futuro, cuando se considere la necesidad de ganar y ahondar la democracia para llevarla al terreno de lo social, hay que tener en cuenta la experiencia histórica y ser mucho más cautos en cuanto a sus posibilidades. La autoridad democrática necesita límites estructurales muy claros y fuertes, pues la tendencia natural de la autoridad es a imponerse y si no se le limita, termina por devorar a la democracia.
La Democracia sin Autoridad.- En el México de inicios del siglo XXI, el desafío del presente y del futuro inmediato es, por lo menos, doble. Por un lado, combinar la democracia recién ganada con una autoridad que sea efectiva. Por el otro, y debido a nuestra situación de desigualdad social extrema, para conservar y fortalecer el sentido de nación mexicana, se tiene que usar a la democracia y a la autoridad como instrumentos de cambio social, de solidaridad nacional en el sentido puro de los términos.
En los dos primeros años del actual y nuevo régimen, el avance democrático es evidente, pero no así el avance en la efectividad de la autoridad. Y los indicadores así lo muestran. La actividad económica se mantiene dentro de un marco de baja inflación, pero no hay crecimiento. El gobierno simplemente no parece dispuesto a buscar caminos fuera de la ortodoxia para impulsar actividades, como la de la construcción, que absorban altas cantidades de mano de obra e insumos producidos localmente. La inseguridad en las calles y campos continúa sin abatirse; la corrupción sobrevive a los intentos de combatirla y Transparencia Internacional mantiene a México como una sociedad con alto grado de corrupción. La ineficacia de los servicios públicos, algunos de ellos caros, se mantiene o incluso aumenta, desde una “simplificación administrativa” que se transforma en complicación mayúscula y absurda -el pago de impuestos—, hasta el pésimo mantenimiento de las calles o del transporte público.
Por el otro lado, la autoridad ha decidido mantenerse al margen del mercado, y deja que la concentración de los ingresos siga su marcha. La división social no se aminora y la igualdad propiciada por la democracia política se ve neutralizada por la desigualdad entre grupos, clases y regiones. Si la democracia política no se extiende, aunque sea un poco, al plano de lo social, más temprano que tarde perderá legitimidad y va a entorpecer o desvirtuar la acción de la autoridad.
En suma.-
Sólo la autoridad con democracia tiene ahora sentido, pero el vínculo entre ambas no es automático. Si la autoridad democrática no se muestra eficaz y sensible a las necesidades y demandas de la mayoría en un tiempo prudente -un tiempo que corresponde más al corto y mediano plazo y menos al largo—, entonces estará desperdiciando su oportunidad histórica y propiciando el surgimiento de otro tipo de autoridad, de una variante de la que ya tuvimos en esos momentos en que Dios era omnipotente y “don Porfirio (o Alemán o Salinas o quien sea) presidente”.