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Autoridad y democracia, democracia sin autoridad

Lorenzo Meyer

Primera de dos partes

Una Relación no muy Clara.- La afirmación del famoso entrevistado fue tajante: no hay autoridad sin democracia. El autor de tan clara y atractiva propuesta es Anthony Giddens, sociólogo político, uno de los principales teóricos del poder, presidente de la London School of Economics and Political Science —una institución fundada al final del siglo XIX e identificada con el pensamiento progresista- e ideólogo de la “tercera vía”, es decir, de una ruta para la izquierda del siglo XXI, de una alternativa frente a las ideas y políticas de la vieja izquierda -la del “socialismo real”— y el neoliberalismo de mercado o thatcherismo (La Vanguardia, 4 de septiembre). Desafortunadamente la relación histórica tan estrecha entre democracia y autoridad política sugerida por Giddens, ha sido más la excepción que la regla, entre otras cosas porque la autoridad es muy vieja y la democracia muy reciente. Así pues, seguramente lo que el famoso profesor británico intentó decir en la corta entrevista dada al periódico catalán es que, de cara al futuro, para ser considerada legítima, la autoridad política deberá incorporar cada vez más el elemento democrático o de lo contrario va a topar con resistencias cada vez mayores. En fin, lo expresado por el ideólogo del primer ministro británico Tony Blair, es una posibilidad o propuesta y no una relación efectiva y real; Giddens se refiere menos a lo que es o ha sido y más a lo que puede y debe ser.

La autoridad, como idea o concepto, implica la aceptación del derecho de una persona o de una institución a dar órdenes y a que éstas sean acatadas de manera sistemática por los destinatarios. Se trata, por tanto, de un tipo de relación de poder. La esencia de esta relación consiste en el reconocimiento, por un lado, del derecho a mandar y, por el otro, de la obligación del mandado de obedecer. Pero como bien lo señalara desde hace ya un buen tiempo Robert Michels —el gran teórico europeo de los partidos políticos—, la relación de autoridad se puede mantener por la fuerza pero al final de cuentas, la verdadera capacidad de mandar, es aquélla creada y mantenida no por el temor a la fuerza que esté detrás del mandato sino por la fuerza de la opinión pública, del convencimiento de quien recibe la orden. A su vez, esa opinión del público, es decir, de la ciudadanía, está condicionada por el sentimiento, por el afecto, por la reverencia o simplemente por un sentimiento de fatalismo o inevitabilidad (Vol. 2 de la Encyclopaedia of the Social Sciences, Macmillan, 1930, p. 319).

La opinión pública de hoy es una que toma cada vez más en cuenta el origen y la naturaleza de la autoridad y del poder, y resulta que actualmente no hay ninguna forma de autoridad que supere en legitimidad a la democracia, en realidad, es la única fuente de autoridad formalmente aceptada en la mayoría de las sociedades nacionales. Es por eso que la afirmación de Giddens se refiere al presente pero sobre todo, al futuro. Se trata de una propuesta profundamente optimista, pues supone que el proceso democratizador que tanto ha avanzado en el mundo tras la caída del “socialismo real” y de un buen número de autoritarismos en la ancha periferia del sistema mundial —entre otros, el del PRI—, va a consolidarse, a echar raíces y a perfeccionarse en el siglo XXI.

Sin embargo, aunque deseable y posible, ese futuro democrático no está necesariamente asegurado. Si finalmente la opinión pública llegase a desilusionarse de la autoridad democrática -por incapaz, por ineficiente o por corrupta—, podría volver la vista en busca de otro tipo de poder, uno capaz de poner orden, dar servicios y mantener la seguridad lo mismo en las calles que en el empleo y, sobre todo, de despertar la imaginación y el orgullo sobre el futuro colectivo. Si la democracia no logra lo anterior y sus enemigos lo ofrecen de manera creíble, pudiera ser que la mayoría cambie su lealtad y acepte alguna forma alternativa de ejercer la autoridad. Eso ya sucedió en el pasado -en la Alemania de Hitler, desde luego, pero también en muchos otros casos menos espectaculares—, y podría volver a surgir en el futuro. En realidad, el tipo de comunidad imaginada por los integristas islámicos, es ya para varios millones, una alternativa a la comunidad y autoridad democrática moderna y tolerante de la que habla Giddens y la “nueva izquierda”.

La Autoridad sin Democracia.- No tenemos, sin embargo, que ir a latitudes, experiencias o culturas diferentes a la nuestra para saber lo que es la autoridad sin democracia, es suficiente con volver a recapitular nuestra experiencia. En efecto, la historia mexicana es una donde se han alternado los períodos de una autoridad política institucional y nacional más o menos efectiva con otros donde simplemente la anarquía o la revolución han hecho del concepto de autoridad formal algo vacío de contenido. Pero además, siempre que hubo autoridad efectiva en México resultó ser del tipo no democrático. Apenas en los dos últimos años de una historia milenaria están dadas las condiciones mínimas para que los mexicanos podamos desarrollar, en armonía, el binomio autoridad efectiva-democracia. El problema es que la democracia no tiene arraigo y la autoridad no está mostrando ser capaz de cumplir ya no digamos con lo ofrecido, ni siquiera con algunos de los mínimos posibles. Es justamente por ello que debemos tomar conciencia de la importancia y lo difícil que es, y será, el lograr el arraigo de una autoridad que sea, a la vez, democrática y efectiva, y de lo fácil que puede ser caer en la tentación de buscar la eficacia por encima de la democracia.

Los Éxitos y los Fracasos.- La democracia política moderna es un fenómeno que arranca en firme en el siglo XVIII y donde la creación de los Estados Unidos como una nueva nación fundada en los principios de un gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, marcó un momento fundamental en la historia política mundial. Como bien lo hiciera notar ese agudo observador francés que fue Alexis de Tocqueville, el experimento norteamericano iba a repercutir más allá de las fronteras de ese nuevo país. Sin embargo, y pese al éxito logrado por las instituciones norteamericanas y de los desarrollos democráticos en Europa, la institucionalización de la autoridad democrática resultó ser la excepción y no la regla.

América Latina es un buen ejemplo de las dificultades y los fracasos de quienes se propusieron trasladar el modelo republicano, federal y democrático a un terreno social y cultural distinto. La experiencia histórica nos deja ver que la democracia más o menos exitosa en los dos últimos siglos nunca fue radical. Y que el ambiente más propicio para que se desarrollara y aclimatara fue el de los países de Occidente, cuya evolución institucional fue lenta, tuvo lugar en un ambiente de relativa riqueza material y a diferencia de las sociedades con experiencias coloniales profundas como México, sus instituciones no fueron impuestas desde fuera sino una genuina creación de su propia civilización.

En cualquier caso, esos éxitos en la creación de autoridades democráticas sólo beneficiaron a una fracción minoritaria de la humanidad. El experimento de la construcción de la democracia radical -aquélla que no se limitó al plano político, sino que decididamente se propuso expandir la igualdad al plano de lo social y de lo cultural—, se inició en firme en 1917 con el triunfo de los bolcheviques en la Rusia de los zares. Luego, tras la catástrofe de la II Guerra Mundial, el radicalismo democrático ganó un enorme espacio en la Europa del Este y poco después en China. A ese núcleo se añadieron, en la segunda mitad del siglo pasado, ciertas áreas de África y América Latina. Sin embargo, muy rápidamente, esa supuesta democracia política y social se transformó, sin duda, en una relativa igualdad material, pero también en un totalitarismo político donde los aparatos burocráticos impusieron brutalmente su autoridad sobre la gran masa y en donde en poco tiempo la democracia quedó convertida en un concepto sin contenido, corrompido, al punto de ser usada como un simple velo para mal cubrir una realidad que era su negación.

El esfuerzo por alcanzar la democracia radical -que se mantuvo como una auténtica utopía- no sólo desembocó en los horrores del estalinismo, de la “revolución cultural” de China o en el exterminio sistemático de una buena parte de la sociedad como fue la Camboya de Pol Pot y del Kemer Rouge, sino que los intentos fracasados también dieron lugar a otras tantas historias de horror.

En efecto, la reacción de la derecha ante el radicalismo de quienes buscaban la democracia social o popular, llevó lo mismo a la sangrienta represión contra los comuneros de París en 1871, que al exterminio de comunistas y socialistas a manos de los nazis en la Alemania de los años treinta del siglo pasado, a la represión por años de los franquistas contra los republicanos derrotados en la guerra civil de España, a la carnicería que llevaron a cabo los militares de Indonesia contra los miembros de los partidos de la izquierda o a las políticas genocidas de los gobiernos militares de Guatemala contra las guerrillas y la población indígena.

Los ejemplos pueden acumularse hasta dejar en claro lo siguiente: en teoría, el establecimiento de una autoridad radicalmente democrática en los dos siglos pasados, tenía mucho sentido -sobre todo moral—, pero en la práctica todo concluyó en un sangriento desastre, lo mismo cuando triunfó que cuando fracasó.

De cara al presente y al futuro, cuando se considere la necesidad de ganar y ahondar la democracia para llevarla al terreno de lo social, hay que tener en cuenta la experiencia histórica y ser mucho más cautos en cuanto a sus posibilidades. La autoridad democrática necesita límites estructurales muy claros y fuertes, pues la tendencia natural de la autoridad es a imponerse y si no se le limita, termina por devorar a la democracia.

La Democracia sin Autoridad.- En el México de inicios del siglo XXI, el desafío del presente y del futuro inmediato es, por lo menos, doble. Por un lado, combinar la democracia recién ganada con una autoridad que sea efectiva. Por el otro, y debido a nuestra situación de desigualdad social extrema, para conservar y fortalecer el sentido de nación mexicana, se tiene que usar a la democracia y a la autoridad como instrumentos de cambio social, de solidaridad nacional en el sentido puro de los términos.

En los dos primeros años del actual y nuevo régimen, el avance democrático es evidente, pero no así el avance en la efectividad de la autoridad. Y los indicadores así lo muestran. La actividad económica se mantiene dentro de un marco de baja inflación, pero no hay crecimiento. El gobierno simplemente no parece dispuesto a buscar caminos fuera de la ortodoxia para impulsar actividades, como la de la construcción, que absorban altas cantidades de mano de obra e insumos producidos localmente. La inseguridad en las calles y campos continúa sin abatirse; la corrupción sobrevive a los intentos de combatirla y Transparencia Internacional mantiene a México como una sociedad con alto grado de corrupción. La ineficacia de los servicios públicos, algunos de ellos caros, se mantiene o incluso aumenta, desde una “simplificación administrativa” que se transforma en complicación mayúscula y absurda -el pago de impuestos—, hasta el pésimo mantenimiento de las calles o del transporte público.

Por el otro lado, la autoridad ha decidido mantenerse al margen del mercado, y deja que la concentración de los ingresos siga su marcha. La división social no se aminora y la igualdad propiciada por la democracia política se ve neutralizada por la desigualdad entre grupos, clases y regiones. Si la democracia política no se extiende, aunque sea un poco, al plano de lo social, más temprano que tarde perderá legitimidad y va a entorpecer o desvirtuar la acción de la autoridad.

En suma.-

Sólo la autoridad con democracia tiene ahora sentido, pero el vínculo entre ambas no es automático. Si la autoridad democrática no se muestra eficaz y sensible a las necesidades y demandas de la mayoría en un tiempo prudente -un tiempo que corresponde más al corto y mediano plazo y menos al largo—, entonces estará desperdiciando su oportunidad histórica y propiciando el surgimiento de otro tipo de autoridad, de una variante de la que ya tuvimos en esos momentos en que Dios era omnipotente y “don Porfirio (o Alemán o Salinas o quien sea) presidente”.

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