El diferendo entre el Presidente de la República y la mayor parte de los gobernadores tiene su origen en asuntos fiscales, pero expresa también una de las caras de la transición que apenas está mostrando su contradictorio perfil. Se requiere encontrar los mecanismos políticos que permitan la relación fluida y constructiva requerida entre los titulares del poder Ejecutivo en la federación y las entidades, que sustituya a la de subordinación vigente hasta hace poco.
Los gobernadores tuvieron identidad y poder propio durante los primeros quince años del sistema político inaugurado con el partido oficial en 1929. Muchos de ellos provenían de la lucha armada, o de las movilizaciones sociales y contaban con el apoyo de grupos de poder y de interés en sus entidades. Ejercían por ello alguna autonomía y más de uno hasta se permitió distanciarse acremente del presidente de la República en turno. Pero la institucionalización del partido gubernamental, su conversión en PRI, trajo consigo el fortalecimiento del poder presidencial con desmedro del que formalmente correspondía a los gobernadores. Y paulatina pero inexorablemente, los ejecutivos locales quedaron sujetos a la decisión presidencial, no sólo en el proceso de su nombramiento sino también durante su ejercicio.
Dejaron de existir, por eso, los bloques de gobernadores, asociaciones informales que establecían con el presidente una relación simétrica o casi, pues el poder reunido de los gobernantes estatales era equiparable al del Ejecutivo federal. Pero cuando éste se convirtió en jefe de los gobernadores, procuró mantenerlos separados, para ejercer una relación directa con cada uno de ellos, una relación de subordinación de la que dependía no sólo su buen desempeño sino aun su estabilidad. Tiempo hubo y no lejano, en que los gobernadores eran peones en el tablero presidencial. El ejemplo más acabado de su transformación en gente de uso lo practicó Carlos Salinas de Gortari: “En los 2,190 días que duró el sexenio 1988-1994, un gobernador abandonó su cargo, en promedio, cada cuatro meses y medio. Catorce estados de la República tuvieron gobernadores interinos o provisionales. Durante el Gobierno de Salinas de Gortari hubo 17 mandatarios estatales que no fueron designados mediante los votos ciudadanos. Más de 50 millones de personas, el 62.1 por ciento de la población mexicana, fue gobernada por autoridades que no ganaron su puesto por medio del sufragio directo” (Adriana Amezcua y Juan E. Pardinas, Todos los gobernadores del Presidente).
En ese mismo sexenio, sin embargo y por efecto del voto mismo, comenzó a modificarse tal relación de dependencia. En 1989 fue elegido el primer gobernador proveniente de un partido diferente del PRI. Hoy, 22 gobernadores pertenecen a partidos distintos del PAN, en que milita el Ejecutivo federal. Y es también de partido diferente el Jefe del Gobierno del DF, que se debe contar aparte por su condición sui géneris: no obstante ser elegido por voto popular, no es un gobernador propiamente dicho, pues posee poderes limitados (y hasta puede ser removido, riesgo que no se cierne sobre ningún Ejecutivo estatal) no obstante regir la entidad más poblada y de mayor capacidad económica en la República.
La distribución del poder, sana decisión de los ciudadanos, suscita sin embargo problemas de relación política y de diseño institucional que ni siquiera se han planteado por completo —y por lo tanto no tienen solución a la vista. Uno de esos campos, causante de la actual tensión entre los gobernadores y el Presidente, es del centralismo fiscal. El erario de cada entidad depende, en algunos casos casi exclusivamente, de las entregas de dinero federal, cualquiera que sea su carácter formal. La capacidad tributaria de los estados y los municipios es casi nula. La tendencia centrípeta que afecta en general al sistema político tiene fuerza propia en el ámbito fiscal. Hasta hace dos décadas un importante impuesto federal, el de ingresos mercantiles (que dio lugar al del valor agregado) era recaudado por las tesorerías estatales. En parte por ineficacia y corrupción, pero también para acrecentar el poder de la bolsa, instrumento de control político, la federación lo atrajo a su seno y ahora es parte del litigio entre la hacienda federal y las de las entidades.
A iniciativa de los perredistas (que constituyeron primero la Asociación Nacional de Gobernadores, Anago) se constituyó la Conferencia Nacional, que estuvo abierta a todos. En un error estratégico, la secretaría de Gobernación desalentó a los panistas de participar en ella y así la Conago quedó convertida en un instrumento de la oposición.
Cuando se reunió la semana pasada, la Conago demandó la restitución del importe en que disminuyeron sus ingresos procedentes de la federación. El obligatorio equilibrio fiscal, que fuerza a la reducción de egresos cuando disminuyen los ingresos, y que la actual administración fiscal practica con criterio inmediatista y miope, ha privado de recursos a los estados, con que ya contaban incluso para su gasto corriente. Tan arduo e intrincado es el problema, que las partes hablan lenguajes diferentes, pues una considera exigibles arbitrios que la otra juzga inexistentes.
La presión ejercida por los gobernadores que desatendieron la invitación presidencial a reunirse en Los Pinos el lunes, hizo que el desaire previo del Presidente se modificara, ya que ahora los juzga “interlocutores legítimos” en la elaboración del presupuesto.