Mi compadre Agapito le tiene pánico a la Navidad. Los días previos al nacimiento del niño Dios, se le ve apachurrado, con el ánimo por los suelos, con la cobija en rastras.
Quien no lo conozca pensará que es un psicópata porque su actitud está fuera de tono en estos días decembrinos de felicidad plenos.
Algunos exagerados dicen, en voz baja, que mi compadre es el anticristo.
Otros más piadosos, con acento compasivo, dicen: "Pobrecito de Agapito, es ateo y sufre mucho".
Y yo, que soy su compadre del alma, salgo en su defensa y explico el motivo de la tristeza que se apodera de mi compadre en estos días jolgorio, bullicio y fiesta:
-"Sépanse sus mercedes que Agapito no goza de sueldo, prestaciones ni aguinaldo porque él pertenece al lado oscuro de la fuerza laboral mexicana: es sub-empleado. Y en estos días navideños donde las fiebres de comprar, gastar, festejar, estrenar se generalizan, mi compadre al no tener ni un quinto, piensa que mejor sería que la tierra se lo tragara".
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Un frío sordo le pegaba cachetadas y lo obligaba a estremecerse como gelatina. Encendió una fogata y puso sobre el fuego un bote tornachilero a medio llenar de agua y le vació una bolsita de café. Desenrolló sus cobijas sobre el césped y con los zapatos de almohada, se tendió mirando al cielo. Entre los millones de estrellas, él buscaba una, la que guió a los reyes de oriente, él buscaba la estrella de Belén. Así estuvo muchas horas, mirando la noche cuajada de estrellas y dando sorbos al humeante café.
A la mañana siguiente, la nota principal de la página roja decía:
-"Vagabundo muere congelado en el parque".
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Al anochecer, los chiquillos de la Hidalgo, íbamos al mercado a curiosear en los aparadores de las tiendas que estaban repletas de regalos. En el aparador de la tienda de "El Compadre" se exhibía un trenecito eléctrico y la chiquillada, hipnotizada, pasaba largas horas admirándolo.
Regresaba con los ojos brillantes y con una idea que noche a noche se me afianzaba en la mente:
-"Ese trenecito, ese trenecito se lo voy a pedir a Santoclós".
En la madrugada del 25 de Diciembre, en la oscuridad, frenético busque bajo la almohada el trenecito y solo encontré un camioncito de lámina cargado con cacahuates y dulces de menta.
Estaba oscuro. Sentía el corazón triste y los ojos húmedos.
Y empecé a comerme los cacahuates y los dulces de menta.
Al salir el sol me encontró con el estómago adolorido y los ojos irritados.
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Santoclós es un señor de raza blanca, de cachetes sonrosados y vestido de terciopelo rojo. Ríe escandalosamente y no con el clásico Ja, ja, ja sino con extraño Jo, jo, jo. Santoclós es artista de televisión, trabaja de anunciante, lo contratan las agencias de automóviles, los vendedores de teléfonos celulares y los almacenes de ropa fina. Se ha encariñado con las cámaras y los reflectores, se ha acostumbrado a su mullido sillón.
La noche del 24 de Diciembre, difícilmente Santoclós llevará regalos a los niños de las desoladas y frías barrancas de la Sierra Tarahumara, de los lluviosos valles de la selva chiapaneca o de los abandonados ejidos que bordean el río Aguanaval.
Tenemos que reconocer que a Santoclós nos lo arrebataron las televisoras.