(Cuarta parte)
Etiquetas: La sal y pimienta de la vida
“Cuatrojos”, “babas”, “prieto”, “fresa”, “cojo”, “pulga”, “marrana”, “chismoso”, “jorobado”, “güereja”, “flaca”, “cabezón”, “moco”, “simio”, “nopal”, “burro”, “retrasado”, “maricón”, “tortuga”, “chore”, “pollo”, “pelón”, “nena”, “patas flacas”, “tuerto”, “greñas”, “calenturas”, “nerd”, “marimacha”, “apestoso”, “anoréxico”, “palillo”, “panzón”, “oso”, “gato”, “cherry”, etc., son algunas de las muy variadas y escogidas etiquetas que con tanta frecuencia se han utilizado y siguen estando de moda en las primarias, secundarias y prepas, lo mismo en las instituciones públicas que en las privadas.
Se trata de etiquetas o apodos que buscan subrayar características especiales que marcan la diferencia entre niños, niñas o adolescentes, que les hacen resaltar en los grupos, a pesar de que todos los miembros de tales grupos tienen de todos modos, rasgos únicos que los diferencian a unos de los otros. Aún en las universidades, tales apodos se repiten o siguen una trayectoria muy prolongada desde la infancia, como si se tratara de una herencia interminable que se carga en la vida, puesto que en ocasiones llegan a marcar para siempre a un individuo señalado en esa forma desde su infancia, con tintes peyorativos muchas de las veces.
Pareciera que los seres humanos desde niños tenemos la necesidad de fantasear que todos debemos ser iguales, como si se tratara de objetos, latas o envases recién salidos de una línea de producción, en donde la tecnología y el esmero de los operadores pudieran lograr el objetivo de hacernos a todos iguales, con características semejantes y sin diferencia alguna. Ya desde el siglo pasado, Aldous Huxley lo señalaba ingeniosa e irónicamente en su “mundo feliz”, al dividir a la humanidad en diferentes castas de acuerdo a determinadas características que los igualaban, características que eran semejantes entre los miembros de cada casta, en un futuro de ciencia ficción, que inclusive ya hemos rebasado. Tales semejanzas y diferencias entre los seres humanos, por el color, los rasgos físicos, la inteligencia, la sensibilidad y tantas otras características, ha dado siempre como resultado esa lucha de poder que busca reconocer, explicar y justificar la supuesta desigualdad o igualdad de los seres humanos, para clasificarlos a la vez en castas superiores o inferiores, dependiendo de la posesión de los llamados rasgos más nobles, “puros”, “arios” o “dignos”, diferentes de aquéllos percibidos como más primitivos o salvajes.
En ese mundo paranoide y vigilante de “1984”, que George Orwell visualizaba también adelantándose a su época, y que grotescamente ha tratado de ser imitado en programas televisivos tristemente noveleros y grotescos, “Big Brother” estaba al pendiente. Ahí también se buscaba presentar esa visión lacónica, gris y vacía de un mundo en el que todos debiéramos ser iguales, regidos por los mismos principios y reglas, sin diferencias que nos separen unos de otros, como motores metálicos e inertes también recién salidos de una interminable línea de producción. Un mundo parecido al que la globalización del presente parece estarnos conduciendo en un intento por clonarnos a todos, bajo una sola gran matriz. Muchos autores más o menos profundos, en sus relatos de supuesta ciencia ficción, han también apostado a ese tipo de seres humanos casi idénticos, casi perfectos en el interior y el exterior, que pudieran ser ensamblados en una enorme e ingeniosa maquinaria, o producidos en serie mediante la inseminación artificial, programados además por alguna compleja estructura de ingeniería genética que se combinara.
Consciente o inconscientemente, parece ser que desde la infancia se busca ese tipo de igualdad semi-idéntica sí se permite tal expresión, en la que niños y niñas por un lado quisieran parecerse todos entre sí, a la vez que contradictoriamente empiezan a buscar su propia identidad, a través de reconocer rasgos y actitudes que los hacen diferentes y únicos no sólo en cuanto a su género, sino en tantas otras características. Es en esa lucha, durante los primeros años escolares, y especialmente en la primaria, que ellos aprenden a agudizar su sentido de observación (a veces un tanto estrangulado y anquilosado por el excesivo uso de la programación televisiva y de juegos electrónicos innecesarios y que aún mantienen frescas sus capacidades de curiosidad y exploración, expresadas a base de tantas preguntas, que en ocasiones nos parecen innecesarias y hasta molestas para los adultos, pero que es precisamente su estilo de ir descubriendo las diferencias entre unos y otros. Se suele iniciar dentro de la familia, con los hermanitos y hermanitas, para extrapolarse posteriormente a las aulas, con los compañeros y compañeras de clase, en esa búsqueda interminable de la identidad, y con ella del descubrimiento de las diferencias y las semejanzas. (Continuará).