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Con qué cara.../Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Por estos años, hace un siglo, el eterno presidente de la República Mexicana, Porfirio Díaz, concedió una entrevista al periodista estadounidense James Creelman. Entre las muchas cuestiones tratadas destacó la siguiente: “¿Está preparado el pueblo de México para la democracia?”

Don Porfirio debió haberse atusado el abundante bigote, carraspearía dos o tres veces, pensaría por unos segundos y contestaría solemnemente: “Sí, claro que sí, el pueblo mexicano está listo para ejercer la democracia”. Quizás, diría años después un historiador picoso, quien por treinta años había sido jefe del poder Ejecutivo del país no sabría qué cosa era la democracia, con qué se comía o cómo se practicaba. Picoso e ignorante el comentario, porque el tuxtepecano fue un hombre inteligente, reflexivo y estudioso; pero amaba tan profundamente a su posición de autoridad que no la pondría en riesgo sólo por confrontarse con la voluntad de las masas a las cuáles ya les había aburrido tanto porfirismo.

Díaz era un ochentón bien cuidado; pero le fallaba ese sexto sentido de los políticos que es la intuición, el “feeling” de que hablan los vecinos del Norte. Poco después sonreiría cuando uno de sus secretarios le informó que había llegado una epístola de un nieto de Evaristo Madero aludiendo a sus declaraciones periodísticas y solicitando una audiencia sobre el mismo tema. Díaz lo recibió y le quedó la impresión de hablar con un iluso que quería persuadirlo de convertir en realidad sus opiniones ante un reportero yanqui. Madero, en cambio, se llevó del Presidente la imagen de un político obsoleto y vanidoso.

El general Díaz procedía de una época fragorosa en que el poder se conquistaba con las armas en la mano, no por las urnas; por ello su opinión sobre Madero se basó en lo aparente. Cuánto candor había en aquel joven agricultor que pretendía convencer al héroe de mil batallas de que cediera la silla presidencial en aras de aplicar una teoría política... quien quisiera sacarlo de Palacio Nacional debería usar el mismo método que Díaz había usado para desbancar a Sebastián Lerdo de Tejada: la rebelión.

Años después, allá entre los 50s y los 80s., los líderes del priísmo nacional usarían una frase parecida: “nosotros entramos por la fuerza, si quieren sacarnos tendrán que usar la fuerza”. No fue necesario: Desde 1952 en adelante los gobiernos revolucionarios empezaron a introducir reformas políticas a la Constitución para abrir espacios a los partidos de oposición al PRI, sobre en el poder Legislativo federal y de los estados; pero también en los ayuntamientos. En tales cuerpos colegiados podría opinar la oposición sobre los asuntos del país y de las entidades federativas, pero sus votos nunca serían suficientes para decidir el sentido de una reforma política. Era como sobarle el lomo a los opositores.

Muy pronto, después, los presidentes priístas enseñaron su talón de Aquiles: el manejo de las finanzas públicas, que hasta el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz había sido eficiente y productivo. El gran error de éste fue decidir la sucesión presidencial en 1969 a favor de Luis Echeverría Álvarez. Resultó dañino no solamente por la inexperiencia del designado en la toma de decisiones, sino por haber abierto la puerta de la presidencia a los burócratas capitalinos. Desde entonces, hasta el año 2000, sólo la alta burocracia, ciega ante las necesidades de los mexicanos, tendría acceso a la candidatura del PRI, amputando a los políticos de carrera. A partir de 1970 las finanzas nacionales y la economía del país se manejaron desde Los Pinos, según la frase consagrada de LEA, quien a su vez impuso a José López Portillo, un vanidoso sabelotodo que heredó al más gris de los hombres que se han sentado en la silla presidencial: Miguel De la Madrid.

Este bisoño político heredó la deuda pública histórica del gobierno, aumentada por los cuantiosos créditos solicitados por JLP, pero De la Madrid no se hizo mala sangre: fue a Washington y la renegoció, aunque tuvo que firmar uno que otro protocolo secreto. Verbi gratia, el que comprometía al gobierno nacional para que, en un lapso de dos sexenios, hubiera un presidente de la República del PAN, previas elecciones democráticas. Lo que Washington puso en letras chiquitas a pie de página, o no escribió pero luego exigió, fue que el primer presidente de la alternancia debería tener su visto bueno.

Por eso estamos como estamos: dependientes, globalizados, siempre atados a una deuda pública que crece y crece hasta que no haya, para pagarla, sino la electricidad, el petróleo y finalmente la soberanía territorial. A muchos de los comentarios editoriales apologizantes del neoliberalismo imperante, les falta conocer los motivos del Lobo, los cuales se pueden leer en los libros de historia, especialmente los que hablan de la invasiones de Estados Unidos a México y de sus consecuentes despojos.

Y a propósito: ¿Cómo podrá dar nuestro presidente de la República el grito de independencia del 15 de septiembre? Digo, con qué cara...

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