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Contraluz / David y los cuenta cuentos

Por Dra. María del Carmen Maqueo Garza

El tema de la inseguridad pública se ha tornado una cuestión crítica para nuestro país. Muy al margen de los folclóricos “policías charros” que adornarán el primer cuadro de la ciudad de México. Muy al margen de las cifras maquilladas del combate a la delincuencia, la situación que vivimos todos los días en las calles y en el interior de nuestros hogares representa un foco rojo que está muy lejos de inspirarnos tranquilidad.

Las instancias del Poder Legislativo están analizando la creación de una Procuraduría que se encargue de los delitos de sustracción, robo o explotación de menores. Las cifras ponen los pelos de punta: Diariamente alrededor de ciento cincuenta menores desaparecen en nuestro país bajo muy diversas circunstancias, llámese sustracción, robo o extravío.

En lo particular me sorprende la indiferencia que muestran muchos de los profesionistas dedicados a la atención de menores hacia su trabajo, como dando a entender que la vida o la integridad de otro ser no es motivo suficiente para desgastarse en mayores empeños. Ello se da dentro del marco de una apatía colectiva propia de nuestros tiempos.

Estoy terminando un interesante libro sobre Paulo Coelho, escritor brasileño considerado actualmente dentro de los más vendidos a nivel mundial. La obra está escrita por Juan Arias, español que ya tiene en su haber varios libros de este género coloquial. Dentro de los temas que abordan ambos escritores, destaca Coelho una frase que en lo personal me explica buena parte de lo que sucede hoy en día, establece la diferencia entre el individuo que sigue adelante y el que no. Y menciona que el primero fracasa, y el segundo se da por derrotado; para el primero sigue habiendo la oportunidad de intentarlo de nuevo, no así para el segundo.

Luego de leer este párrafo me quedó bastante más claro el fenómeno que nos satura, al menos en esta frontera, el de los hombres jóvenes que adoptan el oficio de cuenta cuentos buscando dinero fácil. Hace un par de semanas llegó a mi puerta un chico no mayor de veinte, limpio, de hablar fluido, montando una bicicleta deportiva nueva. Me pidió ayuda a cambio de algún trabajito; me contó una historia dramática: su madre hospitalizada, su padre muerto, y su hermanito solo y con hambre. Supongo que satisfecho con su paga, al siguiente día estaba nuevamente a mi puerta con la intención de que le diera otro trabajito. Una semana después andaba en otra parte de la ciudad con una historia no menos dramática: su esposa en estado de coma después de tener unas gemelitas, de las cuales una estaba por morir... Nuevamente usó el elemento sorpresa y obtuvo dinero fácil.

Hasta antes de toparme con esta frase del brasileño, no lograba explicar mi frustración ante este desperdicio de potencial humano. Me resultaba chocante y poco viril la forma en que tantean posibles donadores, preparan su historia, y luego sólo estiran la mano. Ahora lo entiendo, se han dado por derrotados, hicieron lo que describe Coelho, “elegir la locura y pasar toda la vida sin tener que trabajar, sin hacer nada, haciéndome el loco”.

La otra cara de la moneda es David, un chiquillo que trabaja en un lavado de carros. Me sorprendió la manera diligente y minuciosa con que llevó a cabo cada uno de los pasos para limpiar mi carro. Había llovido, y la tierra llegó a sitios poco asequibles; el jovencito de alguna manera se estiró, se encogió, se hincó y repasó cada punto de su propio trabajo, hasta entregarme un carro totalmente limpio. Su mensaje fue “venceré este reto”, lo cual logró sobradamente; le sorprendió que yo reconociera y premiara su desempeño, de lo cual deduje que no con mucha frecuencia los otros clientes lo hacían.

Aquí está la clave: A cada uno de nosotros corresponde erigir una sociedad de elementos trabajadores, que no se amilanen a la primera de cambios, que no se den por derrotados, a los cuales no abatan las exigencias del mundo. La ola de robos que asola al país es resultado de individuos derrotados que se cobran “a la brava” las cuentas que –según ellos- les debe la vida.

Necesitamos hacer un David de cada chiquillo, desde la casa, en la escuela. Que prive la varonía y el pundonor en esos hombres que hoy no tienen trabajo; que se sacudan la molicie, guarden sus cuentos, y comiencen a buscar un camino que les lleva a la satisfacción de cumplir con uno mismo.

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