Aquella mañana inicia como tantas otras, en el servicio de urgencias hay varios pequeñitos: Anita, José Guadalupe, Enrique y algún otro que de momento escapa a mi memoria. Súbitamente comienza a sentirse un ambiente eléctrico; nada ha cambiado en cuanto a sonidos o movimientos, pero algo alcanza a percibirse hasta las cunas donde reviso a los menores. Ingresa un hombre mayor cargando a un niño de un año de edad; me informan que venía dentro de un automóvil que se volcó y hay varios heridos, alguno de ellos de gravedad.
En ese momento entiendo la vibración inexplicable que momentos antes se dejó sentir. Después de tantos años de trabajar en un mismo sitio, las paredes nos hablan; el aire hace llegar susurros de dolores distantes. Ahora sí inicia una virtual movilización de diversos personajes: Enfermeros, médicos de las distintas especialidades; al poco rato las autoridades de Ministerio Público, Policía de Caminos y los medios de comunicación. Esta vez el ambiente bulle, y la sensación ha llegado a todo el hospital.
Un rato después la víctima más lesionada va entrando a quirófano: Se bloquean los elevadores para que pase la camilla sin contratiempo. En el vestíbulo hacia quirófano todo el personal hace lo propio. Las puertas permanecen abiertas; un par de anestesiólogos y cuatro o cinco enfermeros están listos para recibir a la paciente. El resto de los quirófanos casi se paralizan dada la urgencia del caso...
Por mi parte he valorado al pequeño; se encuentra muy tranquilo en brazos del abuelo y me permite explorarlo adecuadamente. No presenta ni siquiera un rasguño; solicito una radiografía casi por mera rutina; sé que en breve irá a casa.
...Sólo con ver su rostro adivino que es el esposo quien espera con desasosiego fuera de quirófano. Con cada giro de la pesada puerta de vidrio, el hombre se sobresalta; no sabe qué esperar. Dos vidas penden de un delgado hilo que no hace más que balancearse de uno a otro lado con cada insuflación de la bolsa negra, mientras ese tedioso tintineo del monitor es el sonido que quisiera adivinar el angustiado hombre a través de los muros emplomados de las salas de operación. La paciente tiene graves lesiones; de manera milagrosa la nueva vida que lleva en su vientre no ha sido tocada por la tragedia.
En estos momentos hago una reflexión instantánea; todo se ha hecho a una velocidad inusual, como el caso lo ameritaba. Esta es la vida real, la que se respira, la que duele, la que transpira, la que cansa y la que deja huella. Vienen a mi memoria los capítulos de las series norteamericanas de televisión; allí atienden veinte veces más casos como éste; los personajes terminan el turno sin siquiera haberse despeinado, y salen felices a amarse y a retozar como cachorros...
Angelito se da de alta unas horas después; el abuelo lo abraza con más fuerza que nunca. Lo ama con cada fibra de su ser; las lágrimas a punto de traicionarlo se detienen en el borde de los ojos; debe ser fuerte para apoyar a los heridos. El pequeño en un rato más estará jugando con sus primos, ajeno a la tragedia familiar.
Todo ello ocurre la mañana siguiente de haber visto la escena dolorosamente recurrente que no deja de crisparme. Una joven madre a bordo de una vagoneta grande del año va conduciendo con su hijo pequeñito parado a su lado sin sujeción alguna. Seguramente en la parte posterior del vehículo debe venir el asiento reglamentario, el cual utilizará la madre cuando cruza a Estados Unidos, -donde sí multan por no traer al niño sujeto-, y con suerte posiblemente lo utilice al salir a carretera. Aunque si este niño se ha acostumbrado a venir libre en el vehículo, pretender sujetarlo a un asiento debe provocar singular pataleta que quizás lleve a la madre a abandonar las intenciones iniciales. Y muy probablemente el niño vaya suelto también en carreteras mexicanas donde sí hay multa, pero “como quiera se arregla”.
¿Qué salvó a Angelito de haber muerto aplastado por el vehículo durante la volcadura?... Fue el hecho de venir en su asiento sujetado por el cinturón de seguridad. De no haber sido así, el padre estaría llorando su muerte.
¿En qué idioma se les habla a estas jóvenes madres que creen que los heridos de emergencias médicas se levantan a desmaquillarse cuando terminan las tomas? ¿Cómo se les hace ver que una vagoneta del año no viene con seguro de invulnerabilidad para menores?
¿Cómo ponerlas a vivir por un segundo el dolor de un padre que ve a su hijo tendido sobre el asfalto, y dentro del vehículo el asiento de seguridad vacío, como mudo recordatorio del amor inteligente que le negó a un precio de muerte?