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Cuando estuvimos más cerca

Francisco José Amparán

Esta semana se cumple el cuarenta aniversario de la culminación de una serie de acontecimientos que, en conjunto, están unánimemente considerados como la peor crisis de la Guerra Fría; la vez en que las dos superpotencias de entonces realmente estuvieron a punto de echar mano a los fierros nucleares, como queriendo pelear; la ocasión, pues, cuando estuvimos más cerca de que terminara la civilización como la conocemos.

En 1962 el líder soviético Nikita Khruschev quiso probar varias cosas: primero, qué tanto podía confiar en el aliado que le había caído del cielo un par de años atrás, cuando Fidel Castro se declaró “marsita-leninita” (como socarronamente recalca Guillermo Cabrera Infante); segundo, si podía colocar a los Estados Unidos contra la pared instalando misiles de mediano alcance en su mero patio trasero; y en tercer lugar, si el carismático, mujeriego e inexperto John F. Kennedy era tan blando como todo el mundo suponía, o tenía los tamaños para tomar decisiones cruciales... incluso la de ir a una guerra termonuclear y librar la Batalla de las Batallas en Armaggedon.

Con el objeto de probar todo eso y sin consultar ni con su mujer (quizá una medida sensata: estaba más fea que todo el Politburó junto), envió material físico y humano a la isla bella para poner manos a la obra. Castro no se opuso y desde entonces y hasta la fecha (en una entrevista a “20/20” la semana pasada) ha insistido en que se pasó de buena gente e ingenuo creyendo en la palabra de Khruschev cuando éste le aseguró que la URSS sólo estaba disponiendo armas defensivas en Cuba. Sí, cómo no.

El elemento sorpresa, clave para todo el asunto, se derrumbó cuando las aviesas intenciones de Khruschev fueron descubiertas. Durante un vuelo rutinario de reconocimiento a principios de octubre, un avión espía americano U-2 (que volaba más alto que Bono, que ya es decir) fotografió las instalaciones que los rusos estaban construyendo como silos de lanzamiento en la isla. Los descifradores de la CIA, que en aquel entonces según parece sí servían para algo, llegaron a la conclusión de que la URSS estaba tratando de apoyar un puñal en el corazón de Gringoria: los misiles, una vez que fueran operativos, podían alcanzar al 70% de la población americana y estarían a siete u ocho minutos de vuelo de Washington, Nueva York, Baltimore, Filadelfia y Pittsburgh... por no decir nada de Miami, Nueva Orleáns y Atlanta. Aquello era intolerable: una amenaza contra la que no había defensa era algo con lo que Kennedy no podía vivir. Luego de muchas discusiones, gritos y sombrerazos (que fueron recogidos con cierta precisión en la película “Trece días”) se acordó establecer una “cuarentena” (el término “bloqueo” era inadmisible, dado que va en contra de la Carta de la ONU) en torno a la isla: nadie podría salir de ni entrar a ella. Kennedy hizo el anuncio a través de la televisión (gran novedad entonces) y por el mismo medio los americanos le pusieron a los soviéticos una balconeada espantosa, cuando en el Consejo de Seguridad de la ONU mostraron las pruebas de que éstos habían mentido. La verdad es que ni el embajador soviético ni el Politburó tenían la menor idea de lo que había hecho Khruschev... hasta ese momento.

Siguieron días de una enorme tensión. Un convoy soviético que se dirigía a Cuba podía ser el detonante de una guerra que todos suponían sería nuclear: nadie dudaba que los americanos le dispararían a esos barcos si llegaban a la zona de cuarentena; qué pasaría después, nadie se atrevía a apostar.

Al final, Khruschev y Kennedy encontraron una salida que no fuera demasiado humillante para nadie: los soviéticos retiraron sus juguetitos y juraron y perjuraron que no volverían a intentar una jugarreta de ese calibre (aunque le hicieron la lucha diez años más tarde); a cambio, los americanos retiraban sus cohetes de Turquía (los que ya iban a descharchar de cualquier manera) y prometían no pensar siquiera en invadir Cuba. A fin de cuentas, este último punto resultó el crucial en las décadas por venir.

En todo caso, las cosas pudieron haber sido muy distintas: no pocos generalotes del Pentágono estaban más que dispuestos a bombardear Cuba hasta dejarla hecha papilla. En la película antes citada se sitúa al Gral. Curtiss LeMay haciéndole caras a Kennedy por no elegir inmediatamente la opción militar. En la realidad, LeMay (quien inventara ese práctico método de aniquilamiento que es el bombardeo de alfombra) estuvo a una llamada telefónica de ordenar esa barbaridad. Los soviéticos, a su vez, no estaban dispuestos a dejarse humillar por Kennedy y menos a consecuencia de una tontería de Khruschev: en el Kremlin también había sus halcones. De hecho, ahora lo sabemos todavía con más certidumbre, en ese octubre el mundo sí estuvo a un pelo de la guerra termonuclear. Y no sólo una vez.

Varios de los participantes de la crisis de hace cuarenta años se reunieron en La Habana hace unos días para intercambiar puntos de vista e información al respecto. Invitados a comer por Fidel Castro, su antiguo (en muchos sentidos) némesis, estuvieron entre otros: Robert MacNamara (secretario de Defensa de Kennedy), Ted Sorensen (asesor de JFK y escritor de sus discursos; autor por tanto de aquello de “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por él”) y Arthur Schlensinger Jr., también asesor de Kennedy e historiador de gran calibre; el cuál dijo “fuera máscaras” y dejó claro por qué aquellos días críticos siguen siendo relevantes. Al llegar a Cuba, Schlesinger comentó. “Al presidente Bush yo lo reprobaría en historia; no ha entendido las lecciones de hace cuarenta años”.

Aparte de que muchos reprobaríamos a Bush no sólo en historia, sino también en economía, geografía y creo que hasta ortografía, Schlesinger puso el dedo en la llaga: con un casus beli (motivo de guerra) del tamaño de una catedral, con una amenaza presente y real en su vecindario, Kennedy y su gabinete no recurrieron a la fuerza, sino que agotaron todas las posibilidades diplomáticas; como diría Lennon, le dieron una oportunidad (bueno, varias) a la paz. Y así, a fin de cuentas, la crisis prácticamente no dejó bajas... siendo que pudieron haber sido decenas de millones.

Ello contrasta con la belicosa actitud de Bush Jr. y la punta de barbajanes (excepto Powell) que constituyen su gabinete, quienes a como dé lugar quieren hacerle la guerra a Iraq. Si tienen un pretexto, qué bueno; si no, también. Por supuesto, están seguros de que van a ganar militarmente ese conflicto. Pero nadie en la Casa Blanca (excepto, de nuevo, Collin Powell, la voz clamando en el desierto) parece parar mientes en las consecuencias de un acto tan irresponsable, en una zona del mundo que no requiere de mucho para volar en pedazos.

Para colmo y como puede señalarse cínicamente: un francotirador solitario ha matado más americanos en los alrededores del Distrito de Columbia en dos semanas que Saddam Hussein en diez años. Sobra quien piense que, antes de andar cambiando regímenes en el otro lado del mundo, el gobierno americano debería preguntarse qué sistema político y social genera semejantes especímenes... y cómo hay cristianos que se sienten más seguros en Bagdad que en un mall cercano a Washington.

Claro que la seguridad total, completa y absoluta sólo se obtiene siendo Jefe de la Revolución Cubana; digo, ¿Fidel es inmortal, o qué? Esto me empieza a oler a azufre.

Correo: famparan@campus.lag.itesm.mx

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