Una de las más nobles tradiciones de la vida pública mexicana era, hasta hace veinte años, la independencia de nuestra política exterior ante las decisiones de los gobiernos poderosos que afectaban a los países débiles. El presidente Cárdenas lo evidenció con firmeza durante la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial.
Comprometidos los estadistas mexicanos con la doctrina Estrada, que sostiene el respeto absoluto a las decisiones internas de las naciones, jamás emitieron una declaratoria positiva o negativa de reconocimiento hacia los nuevos gobiernos, por considerar que ello entrañaría la adopción de una incorrecta posición crítica ante tales sucesos.
Esta tesis formulada en 1930 por el entonces secretario de Relaciones Exteriores del gobierno mexicano, don Roque Estrada, nació de la experiencia observada durante los aciagos días de la Revolución Mexicana de 1910, 1917 y posteriores. Las rebeliones y revueltas eran frecuentes y los rebeldes triunfantes anhelaban obtener el reconocimiento oficial del gobierno estadounidense, y éste se aprovechaba de las facciones en pugna para tratar de imponer condiciones a dicho reconocimiento sobre puntos importantes de interés. La historia registra, como el más notable de estos compromisos, el de obligarse a no aplicar el artículo 27 constitucional, en forma retroactiva, en cuanto al régimen de propiedad del subsuelo, yacimientos y concesiones petroleras o a las indemnizaciones causadas por daños a ciudadanos yanquis.
Pero la obligación conductual histórica más relevante nació, sin duda, de la actitud adoptada por el presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, respecto a la aplicación de la impopular Doctrina Monroe, declarada por el presidente de Estados Unidos, James Monroe, en diciembre 2 de 1823, la cual no permitía la intervención de países europeos en los asuntos internos de los países del Continente Americano. “América para los americanos” postulaba Monroe, aunque en realidad quería decir “América para los estadounidenses”. El general Lázaro Cárdenas se pronunció en aquella ocasión: “La Doctrina Monroe constituye un protectorado arbitrario, impuesto sobre los pueblos que no lo han solicitado ni tampoco lo necesitan. La Doctrina Monroe no es recíproca y por consiguiente es injusta”. Posteriormente, en 1940, ya siendo presidente de la República, afirmó: La Doctrina Monroe nunca fue reconocida, ni pudo serlo por México ni por las demás naciones de la América Hispana, mientras sólo fue una expresión unilateral que los Estados Unidos impusieron, con el doble propósito de excluir de este continente a los países de Europa y de defender sus propios intereses en América.
Tal doctrina, mal interpretada y aplicada más allá de su original intención, llegó a convertirse algunas veces en pretexto de intervención”. Más adelante, en 1962, México reconoció la legitimidad del gobierno revolucionario de Fidel Castro en Cuba, por decisión del presidente de la República Adolfo López Mateos, siendo el único estadista de Latinoamérica que decidió mantener sus relaciones diplomáticas con la Isla; a pesar de que años antes había acatado una decisión de la Organización de los Estados Americanos, promovida por Estados Unidos, para romper relaciones con el gobierno de la República Dominicana. En 1963 el gobierno de López Mateos culminaría, mediante la firma de los protocolos correspondientes, la devolución de los terrenos de El Chamizal, que tenían cien años en poder de los vecinos del Norte, cuya entrega real se materializó en el gobierno siguiente.
Hoy no sería posible esperar que el presidente Vicente Fox Quesada asumiera una actitud opuesta a la posición bélica extrema que propugna el presidente George W. Bush contra Iraq. Los intereses de quienes lo respaldan, aquí y allá, se lo impiden, tanto como su criterio personal. Además de carecer de una política transparente y firme en las relaciones exteriores, su funcionario responsable, Jorge Castañeda Gutman, no ha sido capaz de dar en el blanco de una sola decisión que resulte plausible. Pronto estará la demanda estadounidense de intervención contra Iraq en el seno de la Organización de las Naciones Unidas, donde México tiene un asiento en el Consejo de Seguridad.
Entonces veremos si el Secretario de Relaciones Exteriores y el Embajador de México ante dicho Consejo, Adolfo Aguilar Zínzer, adoptan la postura responsable a que los comprometen sus antecedentes como intelectuales críticos; y si el primero estará a la digna altura que tuvieron como jefes de la diplomacia mexicana don Genaro Estrada, don Eduardo Hay, don Manuel Tello, don Antonio Carrillo Flores, don Jaime Torres Bodet, don Emilio O. Rabasa y don Jorge Castañeda de la Rosa, por mencionar solamente algunos de quienes desempeñaron ese cargo. Cuestión de congruencia...