La moral de este cuento es discutible. No lo lean quienes tengan amagos de moralina... Un señor pidió ser examinado por el médico. Sufría, le dijo, un muy extraño mal. "-Desvístase” -le ordena el doctor-. Quedó sin ropa el caballero, nudo, corito, en peletier. El galeno no pudo menos que abrir la boca, estupefacto. Bien a la vista estaba la notable -y notoria- indisposición de su paciente. La tal indisposición era más bien disposición. Y buena. Magnífica, diría yo, pues el señor -ya de avanzada edad- se hallaba "in the mood for love”, presto para el amor. Lucía una mórbida conmoción de tipo erótico-sensual que no cuadraba con su condición de senescente, sino más bien correspondía a los tempranos años de la juventud, cuando el menor estímulo provoca tensiones híspidas y rijosos erizamientos de sensualidad. Bien hubiera querido el médico sufrir la misma enfermedad, pues el transcurso natural del tiempo le había mellado las armas con las que se dirime en la palestra lúbrica la voluptuosa lid. "-¿Y a esto llama problema?” -dice el asombrado facultativo al singular paciente-. "-Sí, doctor -contesta el hombre-. Día y noche ando como usted me ve. No cede esta turgencia. Por más que ejercito una y otra vez, muchas y continuadas veces, la actividad que calma y atempera estas tumefacciones, sigue la inflamación igual. Así ando siempre, y eso me apena y me incomoda, pues desde todos los ángulos es visible mi prominente mal”. "-Veamos” -dice el médico-. Toma una poderosa lupa y procede a revisar con acuciosa prolijidad el escenario. Con sorpresa localiza en su ápice un insecto diminuto, una especie de milimétrica pulguita. Toma unas pinzas y con delicadeza, por no dañar al insectito, lo separa de la parte a la que estaba adherido. De inmediato cede la tumefacción, lo mismo que si un odre lleno de aire se hubiese desinflado. "-¡Gracias, doctor! -exclama el paciente con alivio-. ¿Cuál era el problema?”. "-Esta pulguita -dice el doctor-. Parece que su presencia ahí era la causa de la irreductible conmoción que usted mostraba”. "-¡Qué bueno que dio con ella, médico! -dice el hombre-. ¿Cuánto le debo por la curación?”. "-¡Ni un centavo! -responde jubiloso el maduro médico-. ¡Con la pulguita estoy pagado!”... Un borrachito solía terminar sus pítimas en la estación del tren. Eran los primeros años del ferrocarril en México, y la operación de los trenes estaba a cargo de personal americano. De Estados Unidos era el equipo -igual que ahora-, y norteamericanos los maquinistas, conductores y demás personal, hasta el agente de publicaciones. Uno de esos conductores solía anunciar la salida del tren moviendo su lamparilla y diciendo en su particular idioma español: "-¡Émonosh!”. Eso significaba: "-¡Vámonos!”. El borrachito, por burla, gritaba remedándolo: "-¡Émonosh!”. Se molestaba el norteamericano. "-Tú no ser conductor -le decía al temulento-. Tú no poder gritar ‘Émonosh’ ”. El borrachín no hacía caso. Volvía con su: "-¡Émonosh!”. Cierto día, harto ya de la incivil conducta del borracho, que violaba todas las reglamentaciones del ferrocarril, el conductor lo golpeó en la cabeza con su lámpara. "-¡Te digo que tú no poder decir ‘Émonosh!’ ” -le repite-. Dolido y enojado contesta el borrachín: "-¡Tizna a tú mádere, caborón!”. Calmoso, imperturbable, replica el norteamericano: "-Eso sí poderlo decir tú. Pero no poder decir ‘Émonosh’ ”. Pues bien: es hora de que todos juntos digamos al tren de México: "¡Emonosh!”. Está detenido ahora por mezquinas pugnas de políticos y por burdos intereses de partidos... FIN.