El sheriff Ulero, hombre prudente, se tomó su copa del mediodía en el saloon de aquel lejano pueblo del Salvaje Oeste. El local estaba lleno de gentualla de mal vivir, amiga de camorras y pendencias. Cuando el sheriff Ulero salió de la taberna se encontró con una novedad que lo encalabrinó: algún chocarrero le había pintado a su caballo -de amarillo- los testes, dídimos o compañones. El pobre animal se veía muy raro, y suscitaba la risa de todos los que pasaban por ahí. Furioso, el sheriff Ulero volvió a entrar en la cantina. Se plantó en medio de la concurrencia, separados los pies, las manos cerca de las pistolas que pendían a uno y otro lado de su cinturón, y preguntó con voz amenazante: "-¿Quién le pintó los éstos a mi caballo?". Se levantó de su asiento Killer Jack, el más temible jaquetón de la comarca. Medía dos metros de estatura -sin botas- y pesaba 350 libras. 370 con el anillo. Era el pistolero más rápido del Oeste. Al menos eso decían las muchachas del saloon. En los duelos nadie igualaba su velocidad y puntería. Y en las bodas y bautizos tampoco. Tan veloz era para disparar que apenas sus rivales se levantaban a hacer la chorra el día del encuentro cuando ya Killer Jack les había puesto una bala entre los dos ojos. Y más que hubieran tenido: el resultado habría sido el mismo. Se desdobló, pues, de su silla Killer Jack y se encaró al sheriff Ulero. Su mano se movía cerca de la funda de su pistola, una mitihueso (Smith y Wesson) de calibre 44. En la mejor tradición de las películas los parroquianos se apartaron a uno y otro lado para no quedar en la línea de las balas. "-Yo fui -dijo Killer Jack como escupiendo las palabras-. Yo le pinté a su caballo los éstos de amarillo. ¿Algún problema?". "-Ninguno -respondió el sheriff Ulero con temblorosa voz-. Nada más quería avisarte que ya secó la primera capa"... Yo tengo formación kantiana (mis ideas se cantean a uno y otro lado). Me gustaría, sin embargo, recibir lecciones de un nuevo filósofo mexicano. Se le conoce poco, y no brilla su nombre todavía en los ámbitos del intelecto y la academia. Se llama Jesús Paniagua, y alterna su quehacer de pensador con un oficio noble: es paletero. Vende paletas heladas y barquillos de nieve en un mercado de Mixcoac, entrañable lugar donde viví -Carracci era la calle- cuando estudiaba en la Ciudad de México. La edad de don Jesús es 15 lustros. Cecilia González, autora de un bello artículo que publicó el Grupo Reforma sobre los adultos mayores, le preguntó a don Chuy por qué sigue trabajando a sus 75 años. La respuesta del filósofo-paletero es altamente sabia: "Porque sigo comiendo". ¡Qué prodigio de lógica, y cuánto sereno estoicismo hay en sus palabras! Si a esa contestación se añade la sonrisa con que don Chuy la dio, entonces su frase merece quedar inscrita en bronce eterno o mármol duradero. Una cosa nos dice, sin decirla, don Jesús: no hemos sido capaces de dar a nuestros adultos mayores un adecuado régimen de seguridad social. Sus pensiones son magras; desmedrada la ayuda que reciben. Entre los pobres de México los ancianos son más pobres todavía, y muchos deben seguir trabajando, igual que don Jesús Paniagua, porque la costumbre de comer se arraiga tanto que no desaparece con los años. Todos seremos ancianos algún día, previo permiso de la autoridad. La perspectiva del "arrabal de senectud" que dijo Manrique se cierne sobre nosotros cual ominosa nube. Debe crearse una política social que beneficie al adulto mayor y lo ayude a sobrellevar los males de todo orden que suelen llegar con la vejez... Carajo, esa frase: "cual ominosa nube", me impresionó bastante. Mejor aquí termino... FIN.