Reza un proverbio oriental: “Si tú y yo debatimos y tú me vences, ¿quiere eso decir que tú tienes la razón?”.
La respuesta lógica sería: No necesariamente; pues hay veces que, como dice la voz popular, “el que tiene más saliva traga más pinole”.
Viene esto a colación porque como estamos en época electoral los debates vuelven a ser tema frecuente de conversación y hay quienes opinan que en tales circunstancias un debate nunca se debe rehusar, por más de que en el esquema propuesto para debatir exista desventaja para alguno de los que debaten.
No comparto este punto de vista, pues las condiciones de un debate público, siempre deben de ser equitativas para todos los participantes. Sin actitudes tendenciosas y buscando que la ciudadanía se informe por ese medio de cómo piensan y qué proponen aquellos que aspiran a un cargo público.
Cuando las condiciones no son equitativas o cuando existe una dañada intención de exhibir a uno de los participantes es válido rechazar la invitación a un debate, porque por ese medio no se consigue el fin último que es el de que, en un solo acto, el electorado se entere de la viabilidad de las propuestas y fórmulas de solución que cada candidato dé a conocer sobre la problemática social.
Por eso las condiciones de un debate son motivo de negociación entre los participantes, porque si no es así, se pervierte el sentido del mismo y en vez de contribuir a que haya mayor civilidad en la sociedad se colabora a su degeneración.
Lamentablemente hay quienes creen que basta con convocar a debate, para que los candidatos a un determinado cargo tengan que aceptar sin condiciones de ningún tipo, pues de no ser así, son exhibidos como antidemocráticos y hasta temerosos.
Es ésta una falacia, pues cada cuál es libre de aceptar o rechazar una invitación de esa naturaleza; máxime cuando se tiene la certeza de que alguno de los invitados aprovechará la oportunidad sólo para golpear a sus adversarios o al partido que los postula, apartándose del verdadero sentido del debate.
En efecto, el debate implica una confrontación de ideas y hay quienes, careciendo de ideas, echan mano de simples ocurrencias para satisfacción propia y alimento del morbo de la gente.
Independientemente de los logros personales, el mejor ejemplo de lo que es en realidad un debate lo tenemos en aquél del 94, cuando confrontan sus ideas y proyectos Ernesto Zedillo, Diego Fernández y Cuauhtémoc Cárdenas.
La experiencia parlamentaria del segundo lució entonces en todo su esplendor, pues Diego rebatía puntos de vista y consideraciones de sus adversarios y no simplemente expuso ideas ni recurrió a la crítica destructiva, aunque sí hizo uso de la ironía lo que desde luego es válido, pero sólo cuando predomina lo primero (las ideas).
Pero además, siguiendo a Felipe González, ex primer ministro español, podemos decir que el candidato que necesita más de diez minutos para exponer su programa de trabajo, está perdido, porque un candidato debe ser claro y conciso en sus propuestas.
Debe además, tener la capacidad para rebatir puntualmente los argumentos de sus adversarios.
Sin embargo, la forma en que se han estructurado la mayoría de los debates entre candidatos a puestos de elección popular, no pasan de ser meras exposiciones sin confrontación. O como señalamos líneas atrás, sólo ocurrencias que pueden divertir a algunos, pero a pocos convencen y menos ilustran.
Por otra parte, no siempre el mejor polemista es el más capaz para gobernar, ni el mejor administrador o político.
Hay muchos ejemplos de candidatos que, a juicio de una mayoría de ciudadanos, han ganado debates y no obstante ello pierden la elección.
Ello obedece al hecho de que el elector percibe que esas personas pueden ser buenos oradores o polemistas, pero no despiertan la confianza de los votantes.
Puede también suceder que los antecedentes de aquél que siendo buen polemista, lo descalifican para el servicio público o carece de la experiencia necesaria para cuando despertar en el ánimo de los electores la esperanza de que puede hacer bien las cosas.
He conocido brillantes polemistas que son verdaderos maestros de la falacia, que al final de cuentas, si bien sus argumentos pueden objetivamente convencer, la gente percibe que no son sinceros y por ello acaba rechazándolos.
Por el contrario, hay personas que no son buenos para comunicar sus ideas a los demás, pero tienen una gran sensibilidad en su trato personal y se ganan a los electores, no en los debates, sino en el contacto directo con ellos, en el que evidencian toda la cordialidad y la sensibilidad social que poseen.
Además de lo anterior, debe tomarse en cuenta que se debate entre pares, entre iguales y no cuando no se da esa igualdad, pues hay quienes se quieren sentar a la misma mesa aunque carezcan de posibilidades reales de triunfo sólo por el hecho de ser candidatos y eso no es válido.
Podemos decir, en conclusión, que el verdadero sentido de los debates es allegarle a los electores el conocimiento y las propuestas que sobre la problemática comunitaria tiene los candidatos, las que deberán ser confrontadas entre ellos de una manera racional y respetuosa, y no el de escenificar parodias para satisfacer el morbo de individuos carentes de civismo.