El 1 de diciembre se cumplieron dos años de que el presidente Vicente Fox asumiera constitucionalmente la presidencia de la república.
Dos años son muchos objetivamente hablando, pero a la vez son pocos como para poder determinar ya una calificación definitiva respecto de esta nueva experiencia política.
Dos años son muchos, porque constituyen la tercera parte del lapso que marca la Constitución para el ejercicio del Poder Ejecutivo Federal y por ende siguiendo la historia de los regímenes presidenciales del siglo XX a partir de que Lázaro Cárdenas incrementara el cuatrienio en sexenio; esos dos primeros años del ejercicio sexenal eran los determinantes para asumir plenamente el poder; que aun cuando comenzaba a palparlo el presidente, desde el momento de que le imponían la banda presidencial e incluso desde que era “destapado” como candidato oficial del PRI; no acababa de destrabar todos los amarres políticos heredados del predecesor, sino hasta que más o menos se rebasaba esa frontera hipotética del segundo informe presidencial o del segundo aniversario de la toma de posesión.
En ese sentido era hecho palpable en medida más o menos rotunda, el que el presidente saliente mantenía cotos de poder que el presidente entrante tenía que ir manejando con firmeza, pero a la vez con gran habilidad y sensibilidad de modo que no hubiesen familias políticas que se le quisieran enfrentar, al igual que no hubiese otras que quedaran de tal manera resentidas que no pudiesen ser capitalizadas en un momento determinado en el ejercicio sexenal del poder.
Por supuesto que esos tiempos manejados por la historia del sistema a lo largo de siete décadas del anterior siglo no son las operantes en una situación novedosa como es la que se inauguró con las elecciones de julio del 2000, puesto que muchos de los paradigmas subsistentes dentro de ese sistema unipartidista pero conformado por muy diversas familias políticas dentro de ese único sistema, ha dado paso a otro recién inaugurado donde la alternancia es entre partidos y donde se supone ya no subsisten esas herencias de grupos de poder diversificados, pero todos ellos con capacidad de disciplinarse dócilmente al mandato del presidente en turno por estar insertos en un partido hegemónico que no compartía el poder presidencial.
Hoy vemos cómo el PRI dejó “Los Pinos”, pero no dejó el poder real, y desde una oposición por demás activa en todos los sentidos de la palabra, sigue actuando en las legislaturas de los estados, en la gran mayoría de los gobiernos de las entidades federativas, en algunos importantes puestos del poder judicial, en innumerables cabildos municipales, en la gran mayoría de los sindicatos, en algunos medios de comunicación, en gremios etc., etc.
Ello ha provocado que las formas políticas tradicionales tengan que discurrir por derroteros distintos a los que durante 71 años funcionaron y muchas veces eso lleve a la apreciación de que las cosas se están haciendo mal, simplemente porque se están haciendo de manera distinta de como los paradigmas anteriores lo marcaban.
Las transiciones llevadas a cabo en los países de la antigua Cortina de Hierro, la de la misma España no pudieron ser calificadas de buenas o malas hasta después de cuando menos una década de acontecidas, y aun así hoy en día muchos analistas no se sienten con capacidad suficiente como para calificarlas objetivamente: ¿que no sucederá en apenas dos años de nuevo ejercicio democrático mexicano?