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Eclesiastés XII-12

ANTONIO HAAS

“De la hechura de libros no existe el fin”.

Es cierto que muchos lectores creemos que nuestra propia iniciación en la lectura es la más eficaz para inducir a las nuevas generaciones a disfrutar de ese vicio solitario. Yo no: Yo creo, como García Lorca, que es de nación y los que nacemos, “con el cerebro manchado de tinta” seremos siempre lectores. Pero, dicho eso, hay que insistir en la impronta que van dejando el carácter y la calidad de los libros leídos, por lo cual la selección bibliográfica que se ha hecho en México para las escuelas es de suma importancia. Lorenzo Gómez Morín Fuentes, subsecretario de Educación Básica y Normal en la Secretaría de Educación Pública es el responsable de la selección de los libros que integran las “Bibliotecas de Aula”, pero, por desgracia, no he encontrado ningún recuento de los títulos seleccionados para poder opinar sobre el resultado.

La lista que sí encontré y que he leído con gran curiosidad (y lente de aumento) es la de las cien obras de la Biblioteca Universal de la literatura promulgada por el Instituto Nobel como “los cien mejores libros de todos los tiempos”. Mas a pesar de tal presunción, hay que reconocer la nobleza del intento, incluyendo la ironía de ciertos tiros que le salieron al Nobel por la culata. Entre los libros escogidos están tres de Tolstoi: “La Guerra y la Paz”, “Anna Karenina”, y “La muerte de Ivan Ilyich”. Los Premios Nobel se instituyeron en 1901, Tolstoi murió en 1910, y durante esos 10 años, jamás se le dio el Premio Nobel de Literatura a quien ya para entonces era reconocido como uno de los dos o tres mayores novelistas del mundo. Igual pasó por alto el Nobel a Marcel Proust con su portentoso “En busca del tiempo perdido”. (Durante mis años viajeros, pensé muchas veces en tomar un vapor y darle la vuelta al mundo para poder leer por tercera - y seguramente última - vez tanto “La guerra y la paz” como la búsqueda de Proust. Ahora que ya no viajo, mi vida se ha llenado de tantos detalles que ya no puedo hallarles ni un campito a estos viejos amores míos).

Regresando a la Nobel-lista, es curiosa la indignación de los patriotas profesionales por la ausencia de Octavio Paz y Carlos Fuentes. El único mexicano ahí incluido es Rulfo, un escritor de menos peso específico que Paz o su otro camadeño también excluido: Juan José Arreola, el más idiosincrático de todos. Y ¿qué decir del príncipe de nuestras letras: Alfonso Reyes? Su “Visión de Anáhuac” es, para mí, junto con la obra de José Vasconcelos, la piedra angular del ser esencial y existencialmente mexicano.

Esta última declaración es una de esas afirmaciones tronantes que me gusta emitir de vez en cuando a pesar de ser profundamente subjetivas. Tengo mis razones, porque mi propia iniciación en la lectura tuvo muy poco de mexicana. Mis primeros recuerdos son de Pinocho y Chapetes combinados con ese tesoro que es el tomo I de “Lecturas Clásicas para Niños”, libro que aún en la actualidad de cine, televisión y videos podría cobrar muchos adeptos. Este libro nos hace un compendio de las literaturas y tradiciones del mundo occidental con excepción de Estados Unidos. En España, nos lleva desde el Cid hasta el Quijote, con ciertos romances sueltos; en Francia, del Juglar de Nuestra Señora a la Cruzada de los niños con la Leyenda de Tristán e Isolda de exótico sandwich; de Alemania nos da Parsifal y otras leyendas; de Inglaterra, cuentos de Shakespeare; de Rusia, cuentos de Tolstoi así como un manojo de cuentos famosos que, por desgracia los niños ya no conocen.¿Qué niño recuerda hoy al Príncipe Feliz? O el Romance del prisionero: “Por el mes era de mayo/ cuando hacía la calor...”. Ahí los leí yo de niño.

Fuera de ese libro y, por casualidad, “Corazón: Diario de un niño” de Edmundo D’Amicis, todas mis lecturas escolares fueron en inglés. Yo leía poco en español y escribía menos, salvo cartas a casa. Años después de terminar en Harvard, leí yo la “Visión de Anáhuac” y devoré la obra de Vasconcelos. Hasta entonces sentí yo la realidad de ser mexicano. Antes de eso mi amigo, el poeta Neftalí Beltrán, me acusaba de ser “pocho internacional”. Y razón no le faltaba.

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