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El Ejército

Lorenzo Meyer

(Primera de dos partes)

Inédito pero Necesario.- Primero fue el ejército, luego el partido (PNR-PRM-PRI) para finalmente llegar a la fusión de ambos en 1938 y así dar forma a una de las características iniciales del viejo régimen mexicano: un partido corporativo de campesinos, obreros y soldados. Sin embargo, en diciembre de 1940 el ejército dejó de ser un sector formal de ese partido oficial para quedar al margen de la política partidista. La II Guerra Mundial facilitó este proceso al concentrar las energías del sector militar en su profesionalización, pero en realidad el ejército y el partido de Estado no se separaron sino que de manera más discreta permanecieron hasta el fin del siglo XX como dos caras de una misma medalla. Y difícilmente hubiera podido ser de otra forma, pues ambos tuvieron el mismo origen -la Revolución Mexicana- y los mismos intereses. Uno no podía realmente abandonar al otro. Ahora bien, si hoy que México inicia una nueva etapa en su desarrollo político, el PRI se adapta o no al nuevo entorno democrático, es problema suyo, pues el país es perfectamente viable sin ese o sin cualquier otro partido. En contraste, si el ejército no se amolda bien al cambio, entonces el problema es grave, pues no es pensable un Estado sin una fuerza armada. El consejo de guerra que acaba de concluir y que fue seguido muy de cerca y como nunca por todos los medios de información, encontró culpables a dos generales por haber tenido nexos con el narcotráfico. No se trató de un evento rutinario en la vida del Ejército, sino extraordinario y que bien puede ser un parteaguas en su historia contemporánea. En efecto, las fuerzas armadas están viviendo hoy las dificultades, pero sobre todo las posibilidades, de un cambio interno sustantivo que les puede permitir funcionar en un sistema político diferente a aquél del que surgieron, en el que se desarrollaron y del que fueron pieza central. En el nuevo sistema que se está construyendo, todas las instituciones públicas, incluidas las militares, deben de estar abiertas al escrutinio público, comprometidas con el respeto a la ley y dar cuenta de sus actos.

El consejo de guerra que concluyó el 1° de noviembre no fue ejemplar y dejó mucho que desear en sus procedimientos, pero finalmente es un indicador del cambio en las fuerzas armadas, el más dramático y reciente, pero no el primero. Otros han sido la apertura de archivos o el anuncio de la disolución de un batallón de infantería por haberse dejado infiltrar por el narcotráfico local. Si el general secretario Gerardo Clemente Vega García, logra controlar los daños internos y se impone a las presiones de los intereses creados en el largo pasado autoritario, entonces las fuerzas armadas estarán en posibilidad de ser parte constructiva del proceso de consolidación de la democracia en México. Si, por el contrario, su intento de modernización política termina por correr la misma mala suerte que otros proyectos de cambio del actual gobierno, entonces tendremos un problema más.

Independientemente de los asuntos ventilados en el consejo de guerra en cuestión -narcotráfico- y de los que vendrán -violación de los derechos humanos-, de las evidentes fallas en su conducción y de los indicios de una pugna dentro de la cúpula militar, es claro que el proceso abierto por el propio Ejército contra el divisionario, Francisco Quirós Hermosillo y el brigadier Mario Arturo Acosta Chaparro -dos generales que se distinguieron como represores en el antiguo régimen (consúltense los datos sobre el tema en Proceso, 21 de julio, 7 de noviembre, 2001, 6 y 27 de octubre, 2002)-, puede ser el inicio de la adecuación del Ejército mexicano a la modernidad política.

Caja Negra.- Una de las reglas no escritas pero efectivamente aplicadas durante el largo régimen priista, era que nadie debía meterse en los asuntos internos del brazo armado del sistema. Un congreso sin poder nunca vigiló al Ejército y más bien fueron los diputados y senadores los que debieron andarse con cuidado cuando se vieron en la necesidad de abordar temas militares. Las fuerzas armadas siempre tuvieron a un puñado de los suyos en las dos cámaras y éstos actuaron más como enviados del general secretario de Defensa en turno que como legisladores. Tampoco los medios de comunicación o la anémica “sociedad civil” de la época, pudieron cuestionar y menos investigar la vida interna de la institución armada. Y lo que es más importante, a partir de Miguel Alemán -el primer presidente civil de la postrevolución-, ni el propio “jefe nato” del Ejército se metió realmente en los asuntos internos de esa institución (véase al respecto las declaraciones de un general y de un presidente que aparece en Roderic Ai Camp, Generals in the Palacio, Nueva York, 1992, p. 213). A cambio de esa autonomía de facto, los militares siempre le fueron fieles al presidente. Le obedecieron en todo, independientemente de la legalidad de las órdenes y de sus consecuencias, como bien lo demostraron los hechos de 1968 y de la “Guerra Sucia” que le siguió, materia por la cuál también van a ser juzgados los generales Quirós y Acosta. En suma, las fuerzas armadas mexicanas post revolucionarias se convirtieron en una verdadera “caja negra” para el resto de la sociedad. Más de un investigador se quejaría de la enorme dificultad de conocer desde fuera al Ejército mexicano y desde dentro casi nadie hablaba.

Los Fueros.- En el origen de la peculiar y difícil relación entre el sistema militar y el resto del sistema político mexicano, se encuentran los “fueros” o privilegios legales conque funcionaron en la época colonial dos instituciones a las que la autoridad civil en el mundo de origen hispano siempre ha tenido dificultades en subordinar: la iglesia y el ejército. El ejército surgió en la Nueva España en la segunda mitad el siglo XVIII como respuesta a las amenazas de una vieja enemiga: Inglaterra. Sin embargo, serían los asuntos de orden interno y no la amenaza externa los que terminaron por consumir el grueso de la atención y energía de esa nueva institución. Fue el ejército el que a partir de 1810 combatió a los insurgentes, pero también fue esa misma institución la que en 1821 decidió abandonar la causa de España, hacer suya la del enemigo y llevar a cabo la independencia. Una vez que México surgió como Estado nacional, no fue particularmente constructivo el papel político de unos generales acostumbrados a ya no acatar órdenes de fuera. De acuerdo con un cálculo de Luis Cabrera, en su primer siglo de vida independiente, México experimentó más de mil pronunciamientos de militares (Eugenia Meyer, Luis Cabrera: teórico y crítico de la revolución, México: Sersetentas, 1972, p. 40). La inestabilidad política vistió entonces de uniforme. En el siglo XIX, el ejército resultó clave para poner fin a la amenaza de la reconquista española pero luego se mostró incapaz de llevar a cabo una buena defensa frente a la invasión de los yanquis. Ese ejército se dividió en la Guerra de Reforma y se mantuvo dividido al ocurrir la invasión de los franceses, de tal suerte que una parte se fue con Juárez y otra se unió a las fuerzas de Napoleón III. Sólo tras la restauración de la República las fuerzas armadas empezaron a ser controladas por la lógica de la política no militar. Fue necesaria la habilidad y determinación de uno de los grandes generales liberales que lucharon contra los franceses -Porfirio Díaz- para que finalmente se metiera en cintura al Ejército. Sin embargo, ese triunfo de un militar sobre el militarismo requirió de la dictadura y, quizá por ello, no resultó definitivo.

(Segunda y última parte)

El Militarismo Revolucionario.- La Revolución Mexicana fue posible porque entre 1910 y 1914 un ejército popular se impuso sobre un ejército profesional -el porfirista. Con los tratados de Teoloyucan (1914), el ejército vencido fue disuelto y su lugar lo tomó uno nuevo, improvisado y comandado por civiles a los que el remolino revolucionario y sus habilidades convirtieron en oficiales, jefes y generales. Ese ejército tan poco profesional pero muy fogueado, se identificó con los caudillos o “señores de la guerra” que surgieron en cada estado y región, y fueron la única organización más o menos nacional de que dispuso una revolución que, a diferencia de la soviética, no fue hechura de ningún partido de profesionales. De ahí que los especialistas se refieran al período de 1910 a 1940 como el de un nuevo militarismo, muy depredador en su origen pero que terminó aceptando su subordinación a la élite política, (Edwin Lieuwen, Mexican Militarism. The Political Rise and Fall of the Revolutionary Army, 1910-1940, Nuevo México, 1968). En ese proceso influyó el hecho de que los presidentes de la Revolución fueron generales pero no militares de carrera, sino civiles que lograron sus grados tras imponerse a un ejército profesional.

Los momentos que simbolizan la subordinación del ejército a los políticos es, como ya se dijo, la abolición del sector militar en el partido oficial en 1940, la II Guerra y el ascenso a la presidencia de Miguel Alemán, el civil que rompió la cadena de presidentes-generales que corre de Álvaro Obregón a Manuel Ávila Camacho (1920-1946) y que sólo fue temporalmente interrumpida de 1928 a 1930, cuando el asesinato de Obregón llevó a la presidencia provisional a Emilio Portes Gil, un abogado. La imposición en 1952 de Adolfo Ruiz Cortines como presidente se hizo a pesar de la oposición del general Miguel Henríquez Guzmán y fue la confirmación definitiva de la lógica civil sobre la militar.

La Postrevolución.- El punto de vista dominante en el análisis político es que desde hace más de medio siglo el ejército es un actor secundario. Y el presupuesto es usado como un indicador casi perfecto de esa hipótesis. En la última etapa de la guerra civil revolucionaria, en 1917, el ejército consumió el 69.6% del presupuesto, en 1920 ya fue el 48.4%, en 1930 el 30.9%, en 1940 el 19.7% en 1950 el 10% y en 1960 el 5.4%. Desde entonces el gasto militar se ha mantenido en ese orden de magnitud. En un país débil que vive a la sombra de la mayor potencia del mundo y cuyos otros dos vecinos -Guatemala y Belice- son aún más pequeños y débiles, el ejército no puede asumirse o pensarse como una organización que tiene que estar preparada para enfrentar a otro ejército profesional -la última vez que eso ocurrió fue durante la II Guerra Mundial, en el Pacífico y de manera marginal- sino como una fuerza armada destinada a defender al régimen político y al gobierno de amenazas y desafíos provenientes de actores y procesos internos. Y ese fue justamente el papel que jugó desde los años cuarenta del siglo pasado: sometió al sindicato petrolero por órdenes de Miguel Alemán y al ferrocarrilero por órdenes de Adolfo López Mateos, reprimió a los enriquistas en 1952 y a los estudiantes en 1968, para finalmente enfrentarse a las guerrillas urbanas y rurales en los años ochenta del siglo pasado y, por un breve momento, al Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas en enero de 1994. Pero no todo a sido represión, el Ejército también ha actuado una y otra vez en apoyo de la población civil en los momentos de emergencia causados por inundaciones, sismos y otros desastres naturales. La lucha contra el narcotráfico es una guerra de baja intensidad y prolongada que la ha debido de asumir el Ejército y la Armada porque simplemente los cuerpos policiacos que deberían hacerlo son un desastre. Es por ello que finalmente las encuestas de opinión pública -la más reciente, nacional y levantada en septiembre pasado-, califican muy alto al Ejército y muy bajo a las policías, al Congreso o los partidos políticos (Milenio Diario, 4 de noviembre).

En Conclusión.- Las fuerzas armadas mexicanas, en principio instituciones particularmente cerradas a la mirada externa, naturalmente conservadoras y muy ligadas al régimen que concluyó en el 2000, parecen hoy dispuestas a transformarse y asumir los costos en función de los beneficios. Como ciudadanos, debemos apoyar esa decisión del general secretario Vega García, siempre y cuando no haya chivos expiatorios, que los intereses creados que haya que romper -corrupción y violación de derechos humanos- sean realmente los necesarios y debidos.

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