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El nuevo “destino manifiseto”

Lorenzo Meyer

Primera de dos partes

El Realismo.- Mientras hubo dos grandes potencias nucleares enfrentadas -las que encabezaban los bloques capitalista y socialista, respectivamente- el realismo político les hizo seguir una misma doctrina internacional: cada una atacaría a la otra sólo si antes era atacada, pues un conflicto directo entre ellas llevaría a su mutua destrucción. Fue por eso que la Guerra Fría nunca se llevó hasta sus últimas consecuencias, pues entonces no habría ganadores, sólo perdedores. Sin embargo, tras la desaparición de la Unión Soviética por causas internas, la situación cambió: la misma lógica que antaño desalentó iniciar el choque directo con el adversario mayor, hoy alienta a la única gran superpotencia mundial sobreviviente, Estados Unidos, a anunciar la doctrina del ataque preventivo, es decir, de golpear primero, sin esperar a ser golpeado y ese cambio de política militar afecta los intereses y la conducta de todos los actores internacionales, incluido, desde luego, México.

En términos de Tony Judt, Estados Unidos dejó de ser una de las dos grandes potencias que conformaban el eje del anterior régimen internacional para convertirse en el eje mismo, en la “hiperpotencia” que puede imponer por sí misma las reglas de un nuevo régimen al resto del mundo (The New York Review of Books, 15 de agosto, 2002). En efecto, Estados Unidos hoy no puede ser destruido militarmente por nadie; su gasto en defensa es superior a la suma de los otros nueve presupuestos de defensa nacionales más altos. Por tanto, al inicio del siglo XXI, Washington es el único centro de poder que puede darse el lujo de llevar la guerra a cualquier parte del planeta sin temor a una represalia equivalente. Así pues, el ataque terrorista a territorio norteamericano del 11 de septiembre del 2001, combinado con el enorme desequilibrio de fuerza que caracteriza al actual sistema internacional, es lo que llevó a la Casa Blanca a plantear muy claramente los nuevos términos en que todos los actores internacionales -países, grupos o individuos- estarán forzados a jugar el juego del poder mundial en los años por venir.

En suma, la raíz de la nueva situación internacional, está no tanto en las decisiones que tomen una persona, grupo o partido en Estados Unidos -el presidente George W. Bush, su círculo interno o el partido Republicano-, sino sobre todo en la novedosa naturaleza de la estructura de poder internacional. Ahora bien, esa situación de supremacía norteamericana se ve legitimada y reforzada al interior de la hiperpotencia, por una vieja visión a la que se bautizó hace más de siglo y medio como “Destino Manifiesto”.

El Punto de Partida.- El “Destino Manifiesto” no tiene status legal sino político-cultural y ha sido y sigue siendo el supuesto implícito de un buen número de políticas internacionales de Estados Unidos. Como se sabe, apenas lograda su independencia, la élite política norteamericana, llena de confianza en sí misma y en el porvenir, le negó muy pronto a Europa cualquier derecho a intervenir en el Hemisferio Occidental (la “Doctrina Monroe” del 2 de diciembre de 1823). En contraste, los norteamericanos asumieron que ellos sí podían hacer lo que les negaban a los europeos: intervenir en los países americanos, pues la Providencia misma, es decir, Dios, había dispuesto que su nación se expandiera hasta el Pacífico e incluso más allá. Continuará...

La idea se popularizó y en 1845 un periodista, John O’Sullivan le dio nombre al señalar que los norteamericanos “al expandirnos en un continente (el Americano) que nos fue dado por la Providencia, cumpliremos con nuestro destino manifiesto”. Fue entonces cuando Estados Unidos se anexó Texas y luego, tras una guerra exitosa, arrancó a México toda su parte norte, para más adelante seguir con Hawai y las Filipinas en el Pacífico y con Puerto Rico en El Caribe, a la vez que aseguraba como su esfera de influencia a Cuba, Dominicana, Haití y Centroamérica y, en menor medida, al resto del continente.

La Primera Guerra Mundial hizo de Estados Unidos una auténtica gran potencia mundial pero que, después del Tratado de Versalles de 1919, optó por retraerse un tanto del juego internacional (de ahí su no-participación en la Sociedad de Naciones). Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, Washington se convirtió en la cabeza indiscutible del mundo capitalista y la idea básica del “Destino Manifiesto” se expandió, pues Washington se consideró la cabeza indiscutible de la gran cruzada anticomunista que haría triunfar los valores del Occidente cristiano y democrático sobre los de su adversario, el llamado por el presidente Ronald Reagan, “Imperio del Mal”, el socialismo soviético. Tras la implosión que acabó con la Unión Soviética en 1989, se abrió un nuevo y enorme horizonte para Estados Unidos y su “Destino Manifiesto”: la Providencia había llevado a que Norteamérica triunfara sin recurrir a la guerra y a convertirse en “la única nación indispensable”, según definición del presidente William Clinton. En siglo y medio, la idea que los norteamericanos tenían de su “misión” en el Hemisferio Occidental, pasó a abarcar al mundo entero. El meollo de todo este nuevo desarrollo ha venido a quedar resumido en un documento de cincuenta páginas que publicó en septiembre pasado la Casa Blanca bajo el título de “Estrategia de la Seguridad Nacional de los Estados Unidos”. El argumento central de este nuevo y fundamental capítulo de la evolución del pensamiento y poderío de Washington, reza así: “Estados Unidos no dudará en llevar a cabo un ataque preventivo contra sus enemigos, incluso sin el aval internacional y nunca más permitirá que su supremacía militar sea puesta en entredicho”.

La base de esta posición, dijo el presidente, es la autodefensa y el sentido común, pero detrás de ambos conceptos está la antigua idea de que Estados Unidos y sólo Estados Unidos es capaz de actuar en función de la defensa de los grandes valores humanos, de la civilización mundial, pues el resto del mundo o está afectado por la corrupción y el egoísmo o simplemente carece de la visión, voluntad o poder para actuar, como lo muestran las resistencias de las Naciones Unidas a seguir la línea norteamericana. El inevitable corolario a la nueva versión de la vieja visión norteamericana sobre su Destino Manifiesto, ya lo había anunciado el secretario de Estado Colin Powell a inicios de año, en una base de la fuerza aérea norteamericana a las afueras de Roma. Refiriéndose a la manera como el presidente Bush conduce hoy su política exterior, especialmente en Afganistán o Iraq, dijo: “Él (presidente) va a tratar de persuadir a los otros sobre lo correcto de su posición. Sin embargo, de no lograrlo, entonces nosotros tomaremos la posición que consideremos que es la correcta” (International Herald Tribune, 2 de septiembre).

Por las mismas fechas, en la Johns Hopkins School of Advanced Studies, la encargada de la Seguridad Nacional, Condolezza Rice, afirmó que en mundo ya libre de la Unión Soviética, hay enormes oportunidades para que Estados Unidos actúe en favor de un nuevo balance de poder que favorezca la libertad. Para Washington, si el resto del mundo lo sigue, mejor. Pero, de no ser el caso, actuará solo, pues está convencido de la rectitud moral de su posición y, sobre todo, de poder pedir cuentas a todos pero de que nadie puede pedírselas a él, al menos no de manera efectiva.

El Conflicto con Iraq es Didáctico.- Varias son las razones formales que esgrime Washington para disponerse a atacar al régimen del partido Baat de Saddam Hussein por segunda vez en poco más de diez años, con o sin el aval de las Naciones Unidas. Por un lado, su reacción a los espectaculares ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 contra Nueva York y Washington -no se acusa a Iraq de estar ligado a esos ataques, pero sí de ser, básicamente, un “Estado terrorista”- y, por otro, poner fin al desafío que significa la persistencia de un régimen antidemocrático que sobrevive a pesar de haber retado abiertamente a Washington desde que invadió a Kuwait en 1990 y a pesar también de haber perdido la guerra que le hiciera una coalición encabezada por Estados Unidos en 1991. Para Washington, es imperativo un cambio de régimen en Iraq porque el actual, aunque en bancarrota, quizá mantenga en su posesión armas de destrucción masiva con las que puede llegar a actuar contra el resto de la comunidad mundial, en particular contra sus vecinos, cuya seguridad y estabilidad es vital para el mercado petrolero.

Sin embargo, las pruebas sobre la existencia en un Iraq pobre y sometido a un bloqueo sistemático desde hace diez años, de un gran arsenal químico, biológico o nuclear, no existen y mientras no haya pruebas, es posible pensar que la lógica norteamericana real no es la de su discurso oficial sino otra. En efecto, el indefendible Hussein debe caer no tanto por él mismo -recuérdese que a pesar de ser un dictador brutal, Washington le apoyó cuando entró en guerra contra el Irán de los ayatolas, entre 1980 y 1988- o por lo peligroso de su armamento, sino porque la supervivencia del régimen de Bagdad, incluso desprovisto de armas de destrucción masiva, pone en entredicho el supuesto central del nuevo orden internacional: que Estados Unidos dicta los puntos básicos de la agenda internacional.

Si quiere mantener la credibilidad sobre su propio poder, una hiperpotencia no puede tolerar la supervivencia de quien le desafía frente al resto del mundo, trátese del grupo terrorista y milenarista islámico de Al Qaeda, o de un dictador de un país periférico como Hussein. Para Estados Unidos, Iraq es culpable no sólo de haber intentado recobrar el control de una supuesta provincia que le fue arrancada por los imperialistas -Kuwait- sin haber informado y recabado el visto bueno de la superpotencia, sino de haber afectado el delicado equilibrio político en la zona petrolera más importante del mundo.

Así, aunque los inspectores que la ONU pueda mandar a Bagdad en el futuro próximo concluyeran que no existen las armas que se supone hay ahí, los días del régimen batista están contados. Los indefendibles Saddam Hussein y su partido, pero quizá también un número indeterminado de iraquíes comunes y corrientes, van a pagar el costo de la lección que Washington se propone dar al mundo con su castigo ejemplar. Un comentarista australiano resumió muy bien el nuevo enfoque de Washington frente al resto del mundo y resultado de la decisión de Washington de poner punto final al régimen iraquí: si hace un siglo el presidente Teodoro Roosevelt aseguró que en política exterior Estados Unidos “hablaría suavemente pero llevaría consigo un gran garrote”, hoy el presidente Bush acaba de modificar ese supuesto al advertir que de aquí en adelante “Estados Unidos hablará fuerte y siempre llevará consigo el garrote más grande de todos” (The Australian”, 30 de septiembre).

Las Implicaciones para México.- Nunca, ninguna gran potencia dejó de intervenir en los asuntos que le interesaban en su esfera de influencia. En los siglos XIX y XX, países débiles como México hicieron un gran esfuerzo por elevar la autodeterminación y no intervención al grado de principios legales, políticos y, sobre todo, morales, del sistema internacional. Mientras hubo dos o más potencias en competencia por la lealtad del mundo periférico, esos principios más o menos pudieron sostenerse. Y no tanto por su valor intrínseco, sino porque a las grandes potencias les convenía mantenerlos, pues cada una los usó contra las otras.

Sin embargo, en un sistema sin equilibrio entre los grandes, Estados Unidos puede sostener abiertamente que lo que busca es cambiar un régimen, es decir, hacer a un lado la autodeterminación y la no-intervención en aras de sus propios intereses. Es verdad que en el caso de Hussein no hay nada, absolutamente nada, defendible y que su desaparición puede verse como una ganancia neta para la estabilidad mundial. Sin embargo, en el largo plazo el precedente implica un gran peligro para países como el nuestro, pues ¿cómo protegeremos nuestra soberanía en el caso de que el interés nacional propio y el Estados Unidos lleguen a diferir, como ha sucedido a lo largo de la historia de México en la relación con su poderoso vecino del norte? Esa es una cuestión vital que no tiene respuesta clara, pero que estamos obligados a ponderar y a llegar a una conclusión para delinear las grandes directrices de nuestra política exterior.

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