Tengo un amigo que atesora en su casa 1,500 dólares en efectivo. Cada vez que el peso se debilita frente a la divisa norteamericana mi amigo festeja en lo secreto, pues considera que eso lo hace un poco más rico de lo que era el día anterior. Hace años a un tío le vi una sonrisa plena cuando se enteró de que la gasolina había subido de precio y lo encontró con tanque lleno. Todos llevamos un niño dentro. Obviamente a mi amigo y a mi tío les perjudica como a todos un dólar y una gasolina más caras, pues lo pagarán una y otra vez en el precio de muchas mercancías. El consuelo pasajero de tener algunos cientos de dólares o una treintena de litros en el depósito se diluye en materia de horas comparado a la adversidad de un costo de vida más alto.
Pocas cosas preocupan a la población con la intensidad que provoca un dólar encarecido. Salvo para los sectores vinculados a la exportación y las familias de zonas rurales que reciben giros desde Estados Unidos, para la gran mayoría de los mexicanos un dólar más caro es una tragedia. El efecto económico es significativo, pero el impacto psicológico es aún mayor.
El viernes pasado la paridad llegó a $10.35 pesos por dólar. El riesgo es que este deslizamiento se convierta en el principio de una avalancha imparable. La paridad es en gran medida un indicador del grado de confianza de la población. Es el verdadero “raiting” del desempeño de la economía. Los mercados de cambio operan a partir de las percepciones de los actores económicos. Si la población asume que en el futuro habrá un peso aún más débil intentará protegerse adquiriendo dólares, lo cual, a su vez, acelera la caída del peso. La crisis argentina resultó imparable porque la población perdió toda credibilidad en su propia moneda. Sin importar cuánto había caído el peso argentino, los “chés” seguían adquiriendo dólares carísimos (o transfiriendo fondos al extranjero) porque asumían que más tarde podrían ser aún más caros. Con ese comportamiento aseguraban que su profecía se cumpliera inexorablemente.
En suma, el mercado cambiario es como las novelas de terror de Steven King. Los fantasmas se materializan sólo si los personajes les temen y creen en ellos; una vez que los demonios hacen su aparición el temor queda justificado y termina por convertirse en un terror insoportable.
Por eso es que el peso inspira un nerviosismo preocupante. En sí mismo el deslizamiento no es significativo. De hecho el peso se encontraba sobrevaluado y constituía un obstáculo para las exportaciones (el precio de las mercancías mexicanas resultaba alto al ser cotizadas en dólares). Un peso ligeramente devaluado es sano en las condiciones actuales (entre 10.50 y 11.00 pesos por dólar) según los expertos.
El problema es la percepción de que el deslizamiento que la moneda experimentó esta semana no es el resultado de una estrategia deliberada y racional, sino producto de la falta de confianza en las condiciones políticas.
A lo largo de todo el año pasado padecimos una contracción económica lamentable. Y sin embargo el peso no tuvo las presiones que ahora le abruman. Objetivamente las condiciones económicas eran peores hace seis meses, pero había más confianza. Hoy la lenta recuperación de Estados Unidos ha propiciado un mejoramiento en los indicadores macroeconómicos del país. Algunos sectores han comenzado a crecer. No obstante ha aumentado la desconfianza de los actores económicos y por ende la debilidad de la moneda. ¿Por qué? Porque el país ha descubierto que la inexperiencia política del equipo gobernante se ha traducido en un factor de incertidumbre económica. La falta de oficio es más profunda de lo que se había anticipado, o dicho de otra manera, la curva de aprendizaje ha sido casi nula.
El conflicto generado con el sindicato petrolero demuestra la forma en que la torpeza política se convierte en una amenaza para la estabilidad económica. Hace una semana, en este mismo espacio, afirmé que el error no es perseguir a los líderes sindicales corruptos (ése es un deber), sino hacerlo justamente cuando se negocian los incrementos salariales con los trabajadores petroleros. Al mezclar ambas agendas se permite que tales líderes argumenten que las acusaciones por malversación son una persecución política en contra del sindicato para ponerlo de rodillas en la negociación. El resultado ha sido una defensa a ultranza de sus propios líderes. La amenaza de huelga en Pemex para la medianoche del 1 de octubre ha terminado por sacudir a los mercados y hundir al peso en una dinámica preocupante.
Todos sabíamos que en el relevo de régimen había un costo de aprendizaje. Resultaba comprensible una cuota razonable de errores por parte de un nuevo equipo. Pero nadie esperábamos torpezas políticas de párvulos a dos años de gobierno. Los proyectos fallidos del nuevo aeropuerto, la reforma del Estado, la reforma fiscal o la eléctrica, entre otros, han sido lamentables pero los daños no han pasado a mayores. Representan un costo de oportunidad por lo que pudieron ser y no fueron.
En cambio el asunto de Pemex es un problema de otra naturaleza. En el peor de los escenarios (la huelga) el daño sería incalculable. Pero incluso si se logra un arreglo a fuerza de abrir la chequera, se habrán afectado las negociaciones salariales en el resto del país por el efecto “demostración”. Sea una cosa o la otra, es alarmante que, por vez primera, la falta de oficio político haya provocado la incertidumbre sobre los mercados y la presión sobre el peso. La desconfianza es un virus que suele multiplicarse sin remedio una vez que encuentra el caldo de cultivo adecuado. Todo indica que el gobierno ha cocinado una sopa completa.
(jzepeda52@aol.com)