Primera de dos partes
Una Forma de Explicación.- El Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM) se ha movilizado -o pretende que lo está haciendo—para confrontar abiertamente al gobierno del presidente Vicente Fox. La dirigencia petrolera -heredera legítima de las formas antiguas, antidemocráticas y corruptas de la política— se siente amenazada por el nuevo régimen y, a su vez y en defensa propia, amenaza al gobierno con echar mano de su arma de última instancia: la huelga. Si el STPRM decidiera suspender la extracción, refinación y distribución de hidrocarburos, podría paralizar la economía del país y suspender una de las pocas exportaciones que van a la alza y justo cuando el crecimiento económico está detenido, la inversión externa replegada y la crisis ha sentado ya sus reales en varias economías latinoamericanas. Claro que esa jugada es de alto riesgo, pues el STPRM -en particular todos sus cuadros dirigentes- corren el peligro de que, como resultado de ese “choque de trenes”, pierda tanto o más que el gobierno. No sería la primera vez que eso sucediera. Una manera de entender la naturaleza de la peculiar y peligrosa coyuntura actual es, precisamente, recurrir a la historia.
Un Sindicalismo con Historia Larga.- La industria petrolera nació en Estados Unidos, en el verano de 1859, cuando se perforó en Pennsylvania el primer pozo petrolero comercial. En nuestro país, el origen de esa industria se puede datar del final del decenio de 1880, cuando la Waters Pierce Oil Co., subsidiaria de la Standard Oil, empezó a operar en México. En 1901 entró en actividad el primer pozo petrolero mexicano de importancia comercial, y justo cuando estalló la Revolución Mexicana, nuestro país se descubrió como potencia petrolera con una producción de 3.63 millones de barriles anuales (mdba). Esa moderna actividad quedó dominada desde el inicio por dos grandes empresas: la Huasteca Petroleum Co. - norteamericana- y El Águila - inglesa—, con consorcios menores en las márgenes.
Los grandes campos petroleros se establecieron en regiones del Golfo de México relativamente aisladas de los efectos de la revolución. La extracción del petróleo se convirtió en un gran imán para campesinos jóvenes expulsados de todas partes del país. El ambiente político creado por la caída del Porfiriato, propició la temprana formación de sindicatos independientes y aguerridos. Se trató de una pluralidad de organizaciones, pues cada empresa tuvo su red sindical organizada por oficios o ramas —mecánicos, caldereros, carpinteros, albañiles, perforistas, etcétera- cuyos intereses no siempre coincidieron. Mientras la economía mexicana permanecía estancada como consecuencia de la guerra civil, la industria petrolera experimentó su primer gran auge —no del todo ajeno a la demanda generada por la I Guerra Mundial—, y la producción pasó de 12.5 mdba en 1911 a 157.1 mdba en 1920. No es de sorprender que los revolucionarios, mediante el artículo 27 de la nueva Constitución de 1917, declararan que la propiedad original de los hidrocarburos era de la nación y no de los particulares pues de esa manera, entre otras cosas, esperaban sustentar su derecho a mayores impuestos y a regalías. En una actividad tan dinámica, los trabajadores petroleros prosperaron pero en el siguiente decenio se desplomaron tanto la producción como los precios (de 193.4 mdba en 1921 se pasó en 1930 a producir sólo 39.6 mdba), y los despidos y las huelgas menudearon. Los sindicatos petroleros se foguearon. El presidente Lázaro Cárdenas se decidió a hacer realidad la propiedad pública del petróleo, pero ante las derrotas jurídicas y políticas que sufrieron frente a las empresas petroleras Carranza, Obregón y Calles, el general michoacano optó por emplear un nuevo instrumento contra los intereses extranjeros: a los trabajadores organizados. Fue en 1935, desde la CTM y con apoyo del gobierno, que se empujó a casi dos decenas de sindicatos petroleros (18 mil trabajadores) a formar uno nacional: el STPRM. Luego vino, también con apoyo del gobierno, la demanda a las empresas extranjeras de la firma de un contrato colectivo que aumentaba sueldos y prestaciones y reducía al mínimo a los empleados de confianza. La exigencia fue apoyada con la gran huelga de 1937, lo que permitió la intervención directa de las autoridades laborales que, obviamente, apoyaron a los trabajadores y no a las empresas. Todo desembocó el 18 de marzo de 1938 en la expropiación y nacionalización de la industria.
¿Quién Dependía de Quién?.- Tras la salida de los técnicos de la Standard Oil y de la Royal Dutch Shell en 1938, fueron los trabajadores mexicanos los que mantuvieron andando, no sin problemas, a la industria petrolera. Y fue Cárdenas, al resistir la presión externa, quien mantuvo el carácter nacional y público de los hidrocarburos. Sin embargo, a cambio de su colaboración con el presidente, los dirigentes del STPRM pretendieron que el gobierno les dejara directamente el control y explotación del petróleo, como se había hecho con los ferrocarriles. En nombre del interés general pero también de los intereses del régimen, el presidente Cárdenas se negó. En 1940 la tensión gobierno-sindicato llegó a un punto en que hubo sabotaje contra la empresa nacionalizada y algunas voces dentro del sindicato se pronunciaron por volver a estallar la huelga, esta vez contra el propio gobierno nacionalista del presidente Cárdenas.
Fue en esas circunstancias muy difíciles -se decidía la viabilidad de Pemex, la joya de la corona nacionalista mexicana, y el éxito del cardenismo—, cuando, a cambio de contar con el respaldo del STPRM, se sentaron las bases de una política que dio al sindicato, en particular a su directiva, condiciones particularmente favorables en sueldos, prestaciones y “ayudas”. Además, no se puso mucho empeño en investigar sus abusos. Sólo así no habría sabotajes o huelgas, sólo así se mantendría la expropiación contra las presiones internas y externas, sólo así habría un apoyo activo al gobierno y al régimen por parte del STPRM.
El modus vivendi entre sindicato y gobierno tardó en fraguar. En 1942, y en el momento de negociar el contrato colectivo, el STPRM organizó un paro para mostrar su fuerza frente a la administración de Ávila Camacho; y la misma situación volvió a repetirse en 1944 y 1946. Sin embargo, al concluir ese último año, y con Miguel Alemán -el “cachorro de la Revolución”- iniciando su gobierno, el STPRM se topó finalmente con pared. El paro petrolero del 19 de diciembre recibió respuesta inmediata y contundente: el presidente decidió usar la coyuntura para dejar en claro que en la estructura corporativa el Ejecutivo era el que tenía el mango de la sartén, y ordenó al ejército ocupar todas las instalaciones de Pemex y distribuir el combustible. Hecho lo anterior, rescindió el contrato de la directiva sindical y usó en su favor a los tribunales laborales. El STPRM no hizo ningún intento serio de resistir y asimiló la lección: entre gitanos -el gobierno del PRI y el STPRM- no se podían echar la baraja, lo mejor era cooperar.
El otro lado de la medalla de la imposición de las razones del gobierno y del régimen sobre el sindicato, fue tolerar el aumento de la corrupción en la relación entre la empresa y el sindicato. El gremio petrolero no desafiaría al presidente y apoyaría en todo al PRI, pero esa obediencia tenía un precio, que se pagó con recursos teóricamente pertenecientes a la Nación. Cuando, con el correr del tiempo, el sistema autoritario empezó a entrar en crisis y los tecnócratas empezaron a desplazar a los políticos tradicionales, la directiva del STPRM, encabezada por Joaquín Hernández Galicia (“La Quina”), desafió de manera más o menos abierta al jefe de esos tecnócratas, a Carlos Salinas de Gortari. Cuando finalmente éste llegó a la presidencia en 1988, siguió los pasos de Miguel Alemán y usó al ejército para arrestar a “La Quina” en su propia guarida. Luego usó al poder judicial para montarle una acusación y el líder y cacique quedó a la sombra por todo ese sexenio y aún después. El resultado fue, de nuevo, un cambio en la directiva sindical y la sumisión instantánea, la obediencia plena, del STPRM a la voluntad presidencial. Continuará...
La Nueva Coyuntura.- Al final del 2000 el régimen político cambió. Y justamente por eso, esta vez no fue ya el sindicato sino el gobierno, el que tomó la iniciativa en una nueva confrontación. En efecto, fue el presidente Fox quien decidió investigar la última etapa de la relación Pemex-STPRM para buscar a los “peces gordos” de la corrupción pasada, y no tardó en suponer, y declarar, que los había encontrado: el último director priísta de Pemex y la cúpula sindical. Según el alegato de la Secretaría de la Contraloría, entre ambos idearon un esquema poco original pero efectivo, para pasarle recursos de Pemex al PRI en un momento crítico: en la parte culminante de la campaña presidencial del 2000, pero ni eso evitó la histórica derrota del régimen del que el PRI y el STPRM eran parte central.
Lo que hoy está en Juego.- A estas alturas queda claro que el fondo del problema entre el STPRM y el gobierno y la posibilidad de una huelga no es, por un lado, la recuperación de 2,300 millones de pesos supuestamente desviados ilegalmente de Pemex en favor del sindicato ni el castigo de los responsables del fraude; tampoco la voluntad del sindicato de lograr un aumento salarial por encima de la inflación como una victoria de la clase trabajadora. Lo que realmente se juega es, por el lado del gobierno, la credibilidad de la lucha oficial contra la corrupción, y por el lado del STPRM y el PRI, la defensa de lo que queda de una añeja estructura corporativa que hizo de la relación entre sindicatos y el antiguo partido de Estado, uno de los ejes alrededor de los cuáles se estructuró el autoritarismo que enmarcó la política de nuestro país por varios decenios. La posibilidad de un mal cálculo por parte de cualquiera de los actores involucrados, puede llevar a que la confrontación STPRM-PRI con el gobierno de Vicente Fox desemboque en un problema mayúsculo. A estas alturas, todo indica que la huelga con la que amenaza el STPRM no va a estallar, pues los costos para ambas partes serían enormes. En efecto, imponentes serían las pérdidas materiales para la economía y la sociedad mexicanas, pero, además, una huelga petrolera hoy sería inevitablemente tratada por el gobierno y percibida por la sociedad como una acción política en defensa de lo que aún queda del antiguo régimen y su legitimidad sería nula, como indican encuestas recientes.
Todo eso tensaría al máximo todas las variables políticas, y todos los actores se sentirían obligados a llevar a fondo un juego del tipo suma cero -aquél donde la ganancia de uno sería la pérdida del otro. Al final es posible que ese choque pudiera terminar en un resultado catastrófico: uno donde perdieran todos los jugadores y hasta los espectadores.
Por casi dos años Vicente Fox trató de echar a andar un plan de gobierno que suponía la marginación de una izquierda ya debilitada y un arreglo con su oposición principal, el PRI y los remanentes del viejo sistema. La realidad ha sido otra, pues ese entendimiento entre lo viejo y lo nuevo no cuajó. Existe la posibilidad de que ahora, de cara a las elecciones de mediados de sexenio, el Fox conciliador e indeciso decida recuperar terreno actuando contra el PRI por la vía de un ataque exitoso contra la corrupción personalizada por la cúpula del STPRM. De tener éxito, el presidente podría romper una cadena de fracasos políticos que van desde la imposibilidad de reanimar la economía hasta las fallidas reformas fiscal y energética, pasando por la persistencia del problema en Chiapas o la postergación indefinida del acuerdo migratorio con Estados Unidos.
Si al final del proceso que está a punto de llegar a uno de sus momentos críticos, todo vuelve a quedar en “agua de borrajas”, el gobierno habrá perdido otra oportunidad, pero también el Estado de Derecho y la legitimidad del régimen. Las consecuencias inmediatas se verían en los comicios del 2003, pero las más costosas serían de largo plazo y no para el Presidente y su partido, sino para el país, pues el ataque a la gran corrupción perdería toda credibilidad y la consolidación de la democracia recién ganada se haría más lenta y costosa.