Se encontraba en el ocaso de su vida. Recluida en aquella casa de retiro, pasaba los últimos años de una existencia común, pues como la mayoría de las mujeres de su época, se había casado muy joven.
Pablo, su esposo, había sido un buen marido. Pero apenas si le dejó lo necesario para no tener que depender de nadie, pues no obstante que durante su matrimonio procrearon a nueve hijos, ninguno dijo nada, ni la retuvo alguno cuando anunció su deseo de irse a aquella institución para ancianos.
No rehuía la convivencia con los demás habitantes de esa casa, pero prefería estar sola. Sola, con sus recuerdos, sus lecturas que cada día la cansaban más y con las palomas de aquel pequeño parque que de tarde en tarde acudían, como ella, hasta el banco en el que solía simplemente contemplar el horizonte.
Los atardeceres siempre le habían parecido maravillosos, y descubrió muy pronto que el cielo se pintaba de distintos colores según la época del año. Los del verano, eran más rojizos, mientras que los del invierno, se vestían con colores rosados.
En realidad, esos atardeceres era el único espectáculo del que cotidianamente disfrutaba, pues con la puntualidad propia de un rito salía todas las tardes a las seis y la enfermera iba a buscarla a las siete y media u ocho. Nunca después de esa hora en que debía tomar sus medicamentos para controlar la tensión arterial y esas palpitaciones que se presentaban por las noches, cuando por cualquier motivo dejaba de tomarlos.
Desde hacía varios días, su mente viajaba cada vez más lejos en el tiempo y recordaba con gran exactitud los nombres de sus amigas de la infancia, los juegos a los que solían jugar en aquel populoso barrio en que nació y muchas más vivencias de un tiempo en que todo era jugar y divertirse.
La Navidad, para ella, era la mejor de las fiestas anuales. Porque la casa de sus padres se llenaba de amigos y familiares; de regalos y dulces; de alegría y sorpresas.
Le gustaba contarle a sus compañeras de la casa y a las enfermeras que la atendían, cómo se sorprendía gratamente al ver, en la madrugada del día veinticinco, los regalos que mágicamente aparecían al pie del árbol de Navidad.
Aún después de que le fuera revelado ese misterio, ella seguía creyendo que era Dios quien cada año mandaba infinidad de regalos a la Tierra. No serían ya las muñecas y los trastecitos, pero sí muchos otros dones que para ella eran verdaderos regalos de Navidad.
Recordaba también, cómo Pablo, su marido, la había pedido en matrimonio a sus padres cuando apenas si había cumplido los diecisiete años y él, que le llevaba diez, ya era un hombre hecho y derecho.
Antes de llegar a los dieciocho, ya se habían casado y ella se fue a vivir al rancho que Pablo administraba por encargo de un tío.
Ahí nacieron cinco de sus nueve hijos. Y cuando la necesidad de educarlos se volvió imperiosa, se cambiaron a la ciudad. Pero Pablo iba y venía cada lunes y sábado, para pasar el fin de semana al lado de la familia.
Ella se dedicó a sus hijos y él al trabajo. De los nueve, sólo dos eran mujeres, pero como se habían casado con extranjeros, ambas dejaron la casa materna desde el primer momento y muy esporádicamente regresaron.
Si acaso un par de veces durante los primeros años y cuando sus nietos aún estaban pequeños. Pero después, sólo el teléfono la mantuvo en contacto con ellas y en muy contadas ocasiones. Para sus nietos, ésta no era su tierra y hasta se llegaron a enfermar por el agua y el polvo en aquellas escasas visitas que les hicieron.
De los hijos, ni qué decir. Algunos iban a visitarla para el día de las madres o por estas fechas, en Navidad. Y siempre le llevaban los mismos regalos: un chalecito, unas pantuflas o un cobertor. Ya ni siquiera era merecedora de que le regalaran los dulces que tanto le gustaban, porque ellos habían decidido que le hacían mal.
En forma especialmente grata, recordaba su luna de miel gracias a la cual, conoció algunas ciudades de Europa, pues la familia de Pablo vivía en España y fueron hasta allá para que la conocieran.
La travesía en barco le produjo una impresión imborrable, pues a lo largo de la misma, todos los días estaba en cubierta admirando el atardecer que desde aquel enorme trasatlántico se veía majestuoso.
En ese viaje conoció Barcelona, Zaragoza y Madrid, para luego hacer una breve visita a París y después Florencia, desde donde retornaron a España para tomar el barco de regreso a México.
Nunca olvidó aquella tarde que, estando en Florencia, subió con Pablo hasta los jardines de Miguel Ángel y juntos contemplaron la belleza del Arno y de toda la ciudad.
El río lanzaba pequeños rayos de plata que se fijaron para siempre en sus pupilas, junto con los techos rojizos de las casas florentinas.
Sentada en aquella banca del parquecito que era su refugio cotidiano, en esa tarde de Navidad, pensó:
“Señor, qué hermoso sería si me permitieras, aunque fuera sólo por unos momentos, volver a estar junto a Pablo en ese bello jardín de Florencia”.
De pronto, el paisaje se transformó y ante sus ojos apareció Florencia. El “Puente Viejo”, el Arno y el agua del río reflejando la luz de un sol candente que se negaba a morir. Volvió los ojos y Pablo estaba a su lado. Sintió que la tomaba de la mano y la besaba tiernamente en la mejilla. Sintió también que una felicidad inmensa inundaba su corazón.
A la hora de siempre, llegó la enfermera a recogerla. La encontró con los ojos cerrados, los brazos recargados sobre el respaldo de la banca, como si estuviera abrazando a alguien y una tierna sonrisa dibujada en sus labios.
Había recibido, un último regalo de Navidad.