En una verdadera encrucijada se encuentra el presidente George W. Bush, pues por un lado está su interés casi personal de atacar Iraq y acabar de una vez por todas con Saddam Hussein y por otro, la presión internacional a fin de que no recurra al uso de la fuerza para dirimir una controversia que puede ser resuelta por otros medios, a la que se han venido a sumar seis de los ganadores del Premio Nobel de la Paz.
Aunque a últimas fechas se advierte un cambio en el tono del discurso de Bush, pues ha afirmado que si Iraq se desarma “motu proprio” su Gobierno estaría dispuesto a reconsiderar, no obstante sostener que estima tal acción improbable. Sin embargo, su arrogancia se evidencia cuando sostiene que: “Si él (Saddam) cumpliera todas las condiciones de las Naciones Unidas, las condiciones que yo he descrito muy claramente...ello por sí mismo referiría que el régimen ha cambiado”.
De esa declaración se desprende que las condiciones de la ONU son las que puntualmente ha dictado Bush, por más que el Consejo de Seguridad ha tratado de contener los instintos bélicos del presidente, no obstante lo cual es probable que al final de cuentas él se salga con la suya y cubriendo ciertas formas jurídicas logre lo que su padre logró en su momento y obtenga la autorización del organismo no sólo para atacar Iraq, sino lo que es más trascendente, que sean los E.U. los que dirijan las acciones de guerra sin control alguno.
Llama igualmente la atención en esta encrucijada, el hecho de que la Casa Blanca clame por el desarme de Iraq, cuando que es bien sabido que ninguna de las reuniones de desarme de las que se registran en los anales del derecho internacional, ha sido en realidad para reducir armamento, sino para incrementarlo, por lo que no resulta lógico que E.U. exija que un Estado se desarme sin ofrecer hacer lo propio, lo que en cierta forma entraña una contradicción más del Gobierno de Bush.