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¡Ese don Quijote!/Pequeñeces

Emilio Herrera

Sucede que a fines de septiembre, o principios de octubre de 1605, por esos días, llegaron a México, habiendo entrado por Veracruz, los primeros Caballeros de la Triste Figura, que no llegaron de uno por uno sino por centenares, 262 según don Francisco Rodríguez Marín, cervantista sin mancha, consignados a Clemente Valdés en México. De lo cuál en estos días se cumplen 397 años, y ya se hará dentro de tres, cuando se cumplan 400, gran alboroto.

Don Quijote llegó haciendo lumbre, como suele decirse, que prendió con sus primeros renglones: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme . . . “ que todos sus primeros lectores se aprendieron de inmediato y fueron repitiendo por todos lados. Igual que a Adán y Eva el Creador, Cervantes entregó al mundo ya adulto a su personaje: “ . . . no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.

No era un gargantón ni cosa por el estilo, pero tampoco comía mal, por más que se crea. En su mesa le esperaba una “Olla de algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes , algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”.

Del Salpicón dice la Enciclopedia del Quijote con que hace poco me sorprendiera don Pedro Rivas, regalándome porque sí: “El denominado salpicón manchego se confeccionaba con la carne que había sobrado de la comida del medio día. Se picaba la misma añadiéndole cebolla, tomate, perejil, ajo, un poco de pimienta, mucha sal y yemas de huevo. La masa resultante se rehogaba y ponía al horno.

Era habitual añadirle para consumirlo un poco de aceite crudo y de limón”. Medio siglo tendría en este primer párrafo don Quijote, edad en la que cualquier hombre está como navaja de rasurar para correr su última aventura a como dé lugar, o la primera y última de su vida.

Hace ya, más que varios, muchos años que estuvo de moda hacer decir a don Quijote: “Ladran, luego cabalgamos”. Siempre venía al caso. Lo escribían los editorialistas capitalinos, los publicistas. Como dijo don Quijote, decían, y lo soltaban: “Ladran, luego cabalgamos”. Todo mundo, por entonces se puso a cabalgar.

Otros dos amigos y servidor, nos aseguramos de que no, releyendo los Quijotes, el genuino, el adulterado y los otros. Y nada. Entonces pusimos a trabajar a nuestros amigos preguntándoles: ¿Dónde es que don Quijote dice eso de ladran etcétera? Algunos contestaban que por allí del libro, pero que no se acordaban del capítulo. Otros, nos daban el capítulo en que decían estaban y se quedaban tan orondos. La pregunta se hizo “onda”, como dirían ahora nuestros nietos. Cayeron en ella hasta los capitalinos que llegaban. Nadie confesaba no saberlo, no tener idea. Sin embargo, la frase tan usada, fue desapareciendo de pláticas y escritos.

En cuanto a los tres preguntones, esa broma nos unió definitivamente, vigorizó nuestra amistad y desde entonces nos reunimos hebdomadariamente.

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