“El patriotismo es el último refugio del bribón”. Samuel Jonson
Este pasado fin de semana, mientras veía un partido de futbol americano en una transmisión estadounidense por satélite, uno de los cronistas hizo un reconocimiento a los “hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas que nos ven en puestos fuera del país y que garantizan que podamos mantener nuestras libertades y forma de vida”. Su colega en la narración del partido respondió de inmediato: “Es que éste es el mejor país en la historia del mundo.”
Como mexicano estoy acostumbrado a los desplantes de patriotismo de mis compatriotas. Pero el patriotismo mexicano, mezclado siempre con un grado de escepticismo ante las virtudes de nuestro país, es muy distinto al estadounidense, tan seguro de sí mismo, tan convencido de que Estados Unidos es el mejor país no sólo del mundo sino de la historia de la humanidad.
Este pasado mes de septiembre, cuando los estadounidenses conmemoraban el primer aniversario de los atentados del 11 de septiembre del 2001, la revista británica The Economist subrayó en un ensayo, “La noche cayó en un mundo distinto”, la exagerada naturaleza del patriotismo estadounidense. Citó a Seymour Martin Lipset, el renombrado sociólogo y politólogo estadounidense, quien en su libro American Exceptionalism afirmaba que sus compatriotas “exhiben un mayor sentido de patriotismo y la convicción de que su sistema es superior a los demás..., que los ciudadanos de otras democracias industrializadas”. En la década de 1990 las encuestas de opinión manifestaban que el 80 por ciento de los estadounidenses consideraban a su país como superior a los demás; en otras naciones es raro que esta cifra rebase el 50 por ciento. Los atentados del 11 de septiembre no hicieron más que fortalecer la convicción de los estadounidenses sobre la excepcionalidad de su país.
Las afirmaciones de presidentes estadounidenses como Ronald Reagan o el actual George W. Bush, en el sentido de que Estados Unidos representa el bien enfrentando al mal de otros países rivales, quizá parezcan una parodia a los ciudadanos de otros países del mundo. Pero la mayoría de los estadounidenses las toman en serio. Al contrario de muchos latinoamericanos o europeos reconozco enormes virtudes en los Estados Unidos. Éste es un país construido sobre la idea de dar oportunidades a los inmigrantes. Ninguna nación en la historia ha permitido que los recién llegados —con excepción de los negros africanos— prosperen con tal rapidez. Esto se debe en buena medida a una tradición meritocrática: lo que vale en Estados Unidos es el desempeño individual, especialmente en los ingresos y no la alcurnia.
En los años setenta, cuando yo era todavía adolescente, tuve una probada de esa cultura al trabajar en Chicago. La experiencia me enseñó a entender por qué millones de mexicanos y de inmigrantes de otros países arriesgan todo lo que tienen para ir a laborar en ese país. Sin embargo, la convicción de los estadounidenses de la superioridad no ya económica sino ética de su país no deja de sorprenderme. Estados Unidos es el país que ha estado involucrado en más agresiones a otras naciones en la historia contemporánea. De la República Dominicana y Vietnam en los años sesenta al ataque que ahora se está montando —sin una justificación que a mí me parezca clara— en contra de Iraq, las tropas estadounidenses han recorrido el mundo sembrando la destrucción en un esfuerzo interminable por imponerle al mundo una paz americana cuyos fundamentos éticos nunca han quedado claros.
¿O acaso podemos considerar como éticamente superior a un país que sólo acepta la constitución de una corte penal internacional si se exenta a sus ciudadanos de cualquier acción legal? Nada puede justificar los salvajes atentados del 11 de septiembre. Y, sin embargo, cuesta trabajo creer que el presidente Bush y tantos estadounidenses hayan sido sinceros cuando en los días subsecuentes exclamaban: “¿Por qué nos odian tanto?”
Para bien o para mal Estados Unidos se ha convertido en la mayor potencia económica y militar del mundo. Esto le da la oportunidad de presionar a otras naciones para proteger o promover sus intereses. Quizá este uso de su primacía sea inevitable: Alemania, China o cualquier otro país habría hecho lo mismo en esa posición. Pero una cosa es entender la mentalidad de la gran potencia y otra muy distinta aceptar que sus acciones son producto de una superioridad ética.
Jacobo y Jesús
“Jacobo, hijo de José, hermano de Jesús.” Esta inscripción se ha encontrado en un osario israelita del siglo I de la era Cristiana. De pertenecer realmente a Jacobo, el hermano de Jesús que el historiador Josefo afirma fue muerto por lapidación en el año 63, sería la primera referencia no bíblica de Jesús.