¿Hasta dónde debe sacrificarse la lucha contra la corrupción para evitar las consecuencias que tendría una huelga en Petróleos Mexicanos? Ante el conflicto que nos tiene en vilo ¿en dónde ubicar el centro de gravedad del interés y la seguridad nacionales?
En la respuesta a estas preguntas se juega con la transición mexicana a la democracia. El caso Pemex ha provocado posicionamientos y opiniones de lo más diverso. Una corriente de opinión que ha ido tomando fuerza es la que aboga por un acuerdo político que apacigüe a los líderes del sindicato petrolero. Para apuntalar la recomendación enumeran críticamente errores gubernamentales y, sobre todo, el desatino que mostró el gobierno de Vicente Fox en la elección de los tiempos. La pieza fuerte del razonamiento viene cuando hacen el listado de las terribles consecuencias económicas, políticas y sociales que tendría una huelga en el marco de serios problemas internacionales.
Como anticipo del porvenir estaría la depreciación que ha sufrido el peso y la fragilidad de la Bolsa Mexicana de Valores, entre otras señales de debilidad económica. El argumento se cierra con un severo cuestionamiento a la honestidad y los motivos del gobierno federal. Se recuerda la reticencia a que se investiguen algunos de los fondos que manejaron los Amigos de Fox y se asegura que la ofensiva contra los líderes sindicales tiene motivos políticos porque se inspira en el deseo panista de ganar las elecciones federales en el 2003.
Por todas estas razones concluyen diciendo que la ruta tomada por el gobierno federal es nociva para el interés y seguridad nacionales. En otras palabras, se defiende la idea de que resulta menos costoso para la nación seguir soportando la corrupción de los dirigentes sindicales que enfrentar una huelga. Esta argumentación mezcla algunas verdades con aseveraciones insostenibles. Sería absurdo negar que, si puede, el Partido Acción Nacional intentará sacar raja electoral del asunto en el 2003 (lo que también harán los otros partidos). Es igualmente imposible desconocer los titubeos, equivocaciones y desvaríos que ha tenido el nuevo gobierno y la forma en que ello ha repercutido en su eficacia. También es cierto que una huelga acentuaría la incertidumbre. Dicho esto, es falaz establecer causalidades directas entre, por ejemplo, el caso Pemex y el comportamiento negativo de los mercados y el debilitamiento del peso. Se ignora la importancia que ha tenido la debilidad de la economía estadounidense y la posible intervención unilateral de ese país en contra del régimen de Iraq. Pero invocar un futuro apocalíptico tiene mucho impacto en una opinión pública inquieta y desconcertada.
El sindicato petrolero lo captó para montarse sobre el pronóstico y endurecer su postura. Eso explica el desplegado publicado el martes 24 de septiembre en el que aprieta el gatillo político-literario para asegurar que “evidentemente el Gobierno Federal y su partido, y no los trabajadores petroleros, (son) quienes están llevando a México a una situación de alto riesgo”. Para evitarlo exigen un diálogo que tiene como condición sacar el asunto de lo penal y dejarlo en lo laboral (tras la exigencia está un hecho: si un juez dicta órdenes de aprehensión los líderes tendrían que dejar el cargo).
Sostengo que el gobierno no puede ni debe ceder ante estas exigencias. Para fundamentar lo antes dicho hay que enmarcar el enfrentamiento en la evolución que ha tenido la transición mexicana a la democracia. El desmontaje del régimen autoritario ha sido extraordinariamente lento y tortuoso y eso ha impedido ver con claridad las etapas recorridas por la transición. Pese a ello, se puede identificar un período —ya concluido— en el que el eje de la lucha fue la exigencia de elecciones limpias y confiables. Ahora nos encontramos en la etapa más “dura” porque consiste en el desmantelamiento de las redes de intereses y corrupción, paso indispensable para construir instituciones que funcionen de acuerdo a criterios democráticos. A casi dos años del triunfo de Vicente Fox resultaba indispensable dejar atrás la política del apaciguamiento a toda costa que siguieron durante el 2001, y demostrar que iba en serio el combate a la corrupción estructural.
Con esta perspectiva de más largo plazo es posible enumerar las razones a favor de la firmeza en el trato a los presuntos delincuentes. Para empezar, el gobierno presentó ante tribunales un caso jurídicamente sólido de peculado y desvío de recursos. Además de ello, estaría una elemental congruencia. El Partido Acción Nacional justificó su nacimiento y construyó su prestigio en torno a la exigencia de limpiar la vida pública. La campaña y la victoria de Vicente Fox se montó y construyó sobre estas ideas. Lo mismo puede decirse del Partido de la Revolución Democrática que durante su corta vida ha insistido una y otra vez en la necesidad de sanear la política mexicana. Ambos partidos dieron una señal de congruencia en la Cámara de Diputados al unirse para aprobar este martes la instalación de la instancia que revisará la petición de desafuero que presentara hace unos días la Procuraduría General de la República. En el asunto no está en juego la popularidad de un partido y un grupo de gobernantes. Al menos no solamente. En la política democrática es normal que suban y bajen las tasas de aprobación. El asunto es infinitamente más profundo. La lucha contra la corrupción en Pemex no es sólo la promesa de campaña del actual Presidente; es un reflejo de una de las prioridades nacionales. Es un símbolo del compromiso de lanzarse contra la corrupción y la impunidad que son dos enfermedades gemelas que aquejan al cuerpo social. Durante las últimas décadas ¿cuánto le ha costado al país la corrupción y desvío de recursos en Pemex y otras empresas estatales?
Aunque es difícil obtener este tipo de información el monto acumulado debe ser monumental. Por esa categoría de paradigma, de ejemplo, va en contra del interés y la seguridad nacionales que el gobierno de Vicente Fox capitule y negocie frente a los líderes petroleros y los partidos que los respaldan. Lo mismo puede decirse de los jueces y magistrados que están revisando, o que revisarán, el asunto. Las consecuencias se dejarían sentir en múltiples terrenos. Disminuiría la credibilidad del primer gobierno de la alternancia lo que es peligroso para la estabilidad del país, tanto en el campo político como económico. Más grave que una erosión en la popularidad del gobernante están las lesiones que se causarían a la legitimidad de instituciones bastante maltratadas en su credibilidad. Capitular ante el chantaje significa darle un golpe brutal a la esperanza de que se darán cambios estructurales por medios pacíficos y, en el mediano y largo plazo, incrementará el escepticismo sobre los méritos atribuidos a una democracia que por muchas razones todavía no está consolidada en América Latina.
En el conflicto con el sindicato petrolero, hay límites establecidos por la historia y los intereses nacionales. El pragmatismo termina donde se inicia el confín de la ética y la legalidad que deben afianzarse como valores rectores. Sólo de esa manera podrá legitimarse el gobierno y el sistema político en general. Ante las predicciones del caos, hay una fórmula ideal para combatir la ingobernabilidad: arroparse en la legitimidad, la legalidad y la ética. En esos conceptos, sobre esos principios, debe construirse la renovada agenda de la seguridad nacional. Ceder ante el chantaje de los líderes petroleros es la avenida que lleva a una inestabilidad estructural que debemos combatir si es que queremos dejar de ser el país de la impunidad.
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