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Fuenteovejuna al revés

Miguel Ángel Granados Chapa

En Fuenteovejuna, López de Vega hizo que el comendador Fernán Gómez resultara muerto por todos, por el pueblo colérico y agraviado. Vivimos en México una Fuenteovejuna al revés: de la matanza del dos de octubre de 1968 y de los crímenes del 10 de junio de 1971 nadie es culpable.

Enfermos del cuerpo y del alma, Luis Echeverría y Alfonso Martínez Domínguez rehuyen su responsabilidad. Se niegan a declarar ante el ministerio público, o lo hacen invocando sus deberes formales. Tienen razón: no se les acusa de haber empuñado armas en una u otra circunstancia —o en ambas—. En ese sentido son inocentes. Pero pueden no serlo, no lo son en cuanto responsables políticos y legales de la conducta de subordinados suyos que, si les fue ajena, no denunciaron ni persiguieron.

Como en su turno Echeverría, Martínez Domínguez elude enfrentarse con la verdad, aun con la verdad que él mismo se encargó de propalar. Postrado en su lecho, el ex regente de la ciudad de México y ex gobernador de Nuevo León negó haber ordenado la represión del Jueves de Corpus, haber encubierto a quienes la realizaron. Los hechos conocidos indican que falta a la verdad. Si bien el Departamento del Distrito Federal era una dependencia del Ejecutivo federal, que designaba al regente, al procurador de justicia local y al director de la policía, éste se hallaba subordinado al mando político de la ciudad, y la actuación de sus efectivos, por lo tanto, dependía en último término del jefe del Departamento. Martínez Domínguez, por lo demás, distaba de ser rutinario aplicador de esquemas jurídicos. Habituado al poder, lo estaba también a centralizar las decisiones, a mantener controles estrictos sobre sus colaboradores.

Así había llegado a donde estaba hace 31 años. Su carrera estaba marcada por la disciplina. La practicaba y la exigía. Esa misma disciplina lo condujo a sumirse ante la decisión de Echeverría de echarlo del gobierno, cinco días después de la matanza. La acató silencioso, y a la disciplina apostó su retorno a la política, que logró para ser gobernador de una entidad en que no había vivido, y senador por el mismo estado de Nuevo León, donde hoy espera la muerte.

Martínez Domínguez es, fue, la quinta esencia de la clase política mexicana.

De empleado menor en el gobierno capitalino de los años cuarenta se alzó hasta cargos dotados del mayor poder de decisión. En el sindicato de trabajadores del DDF, en la Federación sindical burocrática, en el sector popular del PRI adquirió influencia que le permitió escalar peldaños en la vida legislativa y política: fue diputado tres veces, y líder del control político en la Cámara en la tercera de ellas. Presidió el PRI por disposición de Díaz Ordaz, a quien representaba en el gobierno de Echeverría. Ambos, el presidente y el jefe del DDF, tuvieron responsabilidades que ahora se les reclaman. Éticamente, su silencio los pinta. Pero no los exculpa judicialmente, no los pone a salvo. Sus declaraciones son parte de una vasta operación, son piezas que se ensamblan lentamente. Muchos otros protagonistas tendrán mucho qué decir, Y aunque eso exija un largo ejercicio de paciencia en los investigadores y los interesados en que se haga justicia (que no son, por supuesto, únicamente los deudos de las víctimas en aquellos crímenes), el paso tardo de la averiguación previa no significa por sí mismo que debamos resignarnos a que prevalezca la impunidad.

La Fiscalía especial para la guerra sucia deberá integrar a sus expedientes, como otra de las piezas para armar, el célebre relato que Martínez Domínguez hizo al ingeniero Heberto Castillo sobre lo ocurrido la tarde del Jueves de Corpus sangriento. Años después de los sucesos, confió al entonces líder del Partido Mexicano de los Trabajadores que ante sus azorados oídos, y los de otras personas, de entre las cuales por lo menos una (el ingeniero Leandro Rovirosa Wade) vive aún, Echeverría siguió paso a paso la embestida de los Halcones contra los manifestantes y periodistas, y cómo llegó a dictar la bárbara orden de quemar los cadáveres que resultaron de la feroz agresión.

Salta a la vista la necesidad de cotejar esa narración, que no fue desmentida nunca por Martínez Domínguez (y difícilmente lo hubiera sido, por los detalles que ni la más calenturienta imaginación hubiera podido fabricar) con la posición actual del político regiomontano que se halla en el crepúsculo de su vida. Y debería también preguntarse a Rovirosa Wade sobre su presencia esa tarde, en Los Pinos, y saber si avala o contradice las afirmaciones de su entonces compañero de gabinete. Es previsible que prefiera no recordar o si pretende hacerlo lo haga con un sesgo favorable a quien fue su jefe durante todo el sexenio.

Pero también se podrá insistir en el interrogatorio a Martínez Domínguez.

Relató a Castillo que al concluir la matanza, hacia las siete de la noche, Echeverría lo retuvo y le ordenó ofrecer una conferencia de prensa, para decir lo que le prescribió puntualmente. Martínez Domínguez cumplió puntualmente lo pedido, lo supo así el Presidente y lo instruyó para que volviera de nuevo a la casa presidencial, donde se le pidió imperiosamente organizar una gran manifestación de apoyo a Luis Echeverría.

Martínez Domínguez hizo algo más esa noche. Ausente de la ciudad el director de Excélsior Julio Scherer, buscó el regente que la información del diario reflejara el punto de vista presidencial, que era el suyo propio entonces. No halló eco a su petición.

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