Pudo ser sólo un acto conmemorativo. O un gesto propagandístico meramente, y no un anuncio estratégico verdadero, pues tales movimientos se mantienen en secreto. Pero la nueva aparición del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente, y su alarde militar ante la prensa especialmente convocada, en un remoto paraje guerrerense, no son algo que podamos pasar por alto. Sería irresponsable hacerlo.
El dos de diciembre de 1974 cayó abatido Lucio Cabañas, capitán de una tropa semejante a la que se reunió para recordarlo 28 años después. Cabañas, como antes Genaro Vázquez Rojas, se remontó víctima de la persecución que los Gobiernos Federal y local emprendieron contra movimientos cívicos buscadores de mejoría para las comunidades rurales de Guerrero. No es casual que ambos jefes de la insurgencia armada fueran maestros normalistas, que suelen ser como la conciencia en poblados campesinos. La reactivación de la guerrilla en esa entidad, iniciada con la presentación del EPR en junio de 1996, y la presencia de otros grupos, como el ERPI mismo, nos plantea preguntas sobre esa forma de activismo político, el que recurre a las armas y a la práctica de acciones definidas como delitos en los códigos pero que tienen utilidad instrumental para quienes optaron por las armas.
Se ha dado por supuesto que en América Latina en general, y particularmente en México han desaparecido las condiciones que dieron una cierta viabilidad a la insurgencia armada, si no para arribar al poder (como ocurrió en Cuba) sí para mostrar la fuerza política que hiciera necesaria la negociación de condiciones pertinentes para el cese de la represión y para el desarrollo democrático. Esa época ya pasó, suele decirse con alivio, sensación que se acrecienta en el caso mexicano ante la singularidad de los movimientos guerrilleros de que tenemos noticia. Son tropas que no guerrean, se nos dice. Los grupos que actúan en Oaxaca y en Guerrero (y aun en Nayarit, según queja reciente del Gobierno local) más parecen gavilleros que tropas guiadas por un propósito político. Y como nos hemos malacostumbrado, aunque no dejemos de denunciarla, a la efusión de la delincuencia común en las ciudades y en el campo, en las calles y en los caminos, incurrimos en la irresponsabilidad de considerar que la existencia y la actuación de grupos armados sean parte del paisaje.
Por añadidura, el impase en que se encuentra la situación del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el más importante foco insurgente, por el número de sus integrantes, por la causa que defiende y por su status legal (conseguido precisamente a partir de su relevancia intrínseca), contribuye a crear la falsa conciencia de tranquilidad de que se hizo eco el propio Presidente de la República.
En su reciente viaje al extranjero aventuró una afirmación en sentido estricto alejada de la realidad. Dijo que con el zapatismo armado se ha establecido la paz. O que hay paz. Y eso no es cierto. Al contrario, desde mayo del año pasado está reabierta la posibilidad de que se encienda la guerra, porque no se crearon las condiciones para reemprender el proceso de pacificación. Al contrario, se infligieron nuevos agravios a los pueblos indígenas que si bien es cierto no han optado en su conjunto por la insurgencia armada son potenciales aliados de quienes se levantaran de nuevo en su nombre. Se les han dado sobradas pruebas de que los caminos institucionales para su reconocimiento y dignificación se hallan, en el mejor de los casos, erizados de obstáculos.
Que no haya guerra no quiere decir que haya paz. Ni en Chiapas ni en cualquier otro punto del país. La permanencia y movilización del ERPI, luego de su descabezamiento, son indicativos de un riesgo presente en todo momento. Hasta ahora, la estrategia de ese y otros grupos ha consistido principalmente en atacar puestos policiacos o militares.
Cuando más, aparte simbolizar de ese modo su radical oposición al Estado, esas escaramuzas sirven a los atacantes para proveerse de armas y municiones. Pero, salvo que el propósito de las fuerzas institucionales sea mantener a raya, confinados, a esos movimientos, nada nos asegura que la guerrilla practique en forma creciente asaltos y secuestros, como un fin desestabilizador en sí mismo o como medio para incrementar su capacidad de fuego.
No podemos desentendernos del ejemplo de Colombia. Aunque en algunas etapas del medio siglo reciente la guerrilla pareció dominada, sólo simbólica, y más recientemente su nexo con el narcotráfico ha subrayado su carácter delincuencial, no cabe duda que la vida institucional y la vida diaria en ese país han sido trastocadas por la actuación de la guerrilla, a la que acaso se vio en el pasado con el mismo desdén o irresponsabilidad con que muchos la perciben aquí.
Una noción tranquilizadora que repetimos para apaciguar nuestros temores es que la pobreza por sí misma, lejos de ser un fermento revolucionario, adormece a quienes la padecen y les impide expresar sus inconformidades. Pero si esa hipótesis no resulta convalidada por la realidad, creer que la guerrilla es sólo escenografía y que no puede ser alimentada por la exasperación que crece, nos producirá una sorpresa mayúscula.
Dentro de un mes, cuando la supresión de los aranceles agrícolas añada dificultades a la producción rural y promueva la desesperanza, muchas conciencias pueden ser empujadas a apelar a la circunstancia extrema, cercana para quienes no tienen nada que perder. Impidamos que eso ocurra.