“Que un soldado en cada hijo te dio...”
Mes décimo, octubre, cuando las noches paren lunas redondas, luminosos focos naturales. Una de estas lunas, la noche anterior se quejó y se escondió roja de vergüenza, su luminosidad fue empañada por fuegos artificiales de color anaranjado, nacidos de oscuros cañones y tenebrosas mentes. Larga estela de dolores, ríos de sangre que aún el día 3 no podían lavar los mares de agua que los mismos verdugos arrojaban sobre los ladrillos de Las Tres Culturas, lozas pintadas de un rojo bermellón. Pintura indeleble que cual retratos con sangre aún no se borra y perdura así sean ríos de excusas y mares de pretextos los que lluevan sobre esa mancha.
Ese mismo día, en Palacio Nacional, se rendía “la parte de guerra” y los soldados eran condecorados con elogios y medallas, los gorilas vestidos de casimir inglés, con sus trajes de gala, por la gesta llevada a cabo un día antes. “Quisieron desafiarnos esos p... que se dicen estudiantes y ya ven cómo les fue”, decía un coronel a la tropa. Día 3 en la madrugada, dos cuadrillas de limpieza del Distrito Federal fueron insuficientes y tuvieron que llamar un centenar más de soldados (una compañía) para lavar el piso y paredes de la explanada donde se llevó a cabo el sacrificio. El parteaguas de la historia, cuando el alma de Hitler se carcajeaba en la mente de los turbios políticos y mandamases del país. El Cenáculo era ocupado por Judas, que entre brindis y mordidas al lechón, le rendían pleitesía a Lucifer. La vieja Tenochtitlan violada, mancillada y esta vez no por hombres blancos y barbados, sino por los mismos hermanos gorilas cínicos que truncaron muchos futuros.
Día 3, densas humaredas se elevaban al cielo en el Campo Militar número uno, la zona restringida, sólo los de alto rango tenían acceso y la línea directa a Palacio Nacional no cesaba. Al igual que los mariachis (en la canción de José Alfredo Jiménez, los periodistas callaron y los que se atrevieron a expresar su opinión sobre los hechos del día anterior fueron amordazados. El presidente Gustavo Díaz Ordaz, asume toda la responsabilidad que la historia le otorgue y Luis Echeverría Álvarez a la sombra de la omnipotente dictocracia, sólo él cambio de piel (usando guayabera), su discurso fue el mismo tres años después, el 10 de junio de 1971 “Jueves de Corpus”, otra más en la larga cadena de crímenes del Estado, en ese entonces se deslindan responsabilidades en el regente Alfonso Martínez Domínguez, que al igual que “al diablo” De Las Fuentes fueron premiados con una gubernatura: a Martínez Domínguez en Nuevo León y a De Las Fuentes en Coahuila. Este último, con un discurso en la tribuna más alta de la nación, el H. Congreso, defendió al presidente y al secretario de Gobernación en ese entonces, protagonistas todos ellos de la hecatombe, ese claroscuro de la reciente historia que fue la masacre de compatriotas en la Plaza de Las Tres Culturas.
En México queda demostrado por centésima vez que nuestro sistema jurídico y político vive inmerso en una antítesis, llegamos tarde a los juicios y a la historia y como está la cosa en nuestro país, el nacer y el morir también se posterga. Un pergeñar pírrico fue sin duda esta “odisea” por parte del poder hegemónico ante la carne trémula.
Día tres de octubre de 1968, Lecumberri y en Campo Militar número uno, los camiones militares seguían vomitando ciudadanos heridos y esos tenebrosos lugares eran insuficientes, otros reclusorios también lo fueron y en las casas de seguridad para muchos jóvenes su vía crucis seguía en manos de los felones, arrancándoles por medio la de tortura los nombres de otros jóvenes. El partido Comunista disuelto y perseguido en terminales de autobuses y ferrocarriles, la liga Espartaco, integrada por jóvenes de amplio criterio e intelectuales, tenían que huir porque el gobierno hegemónico les declaró descaradamente la guerra.
Día tres, cientos de madres, hermanos, esposas e hijos, buscando frenéticamente a sus parientes en hospitales, Cruz Roja y cárceles. Día tres de octubre de 1968, los edificios del contorno Chihuahua, Coahuila, Sonora, entre otros, sitiados, con toque de queda y una ola de aprehensiones, sin respetar edades ni sexos. La plaza tomada por el ejército y ocupada por tanques. El tamaño del armamento era el miedo que el gobierno le tenía a un pueblo colérico, atemorizado, aterrorizado por la barbarie de parte del Estado, y lo que es peor, un país agraviado y desgraciadamente por sus mismos hermanos.
A 34 años de esa masacre a muchos protagonistas les pegó el Alzheimer y otros en su miopía partidista dicen que debe olvidarse el caso de 1968, es la opinión del actual gobernador de Tamaulipas, Tomás Yarrington, que “lo pasado pasado”. Al igual que el Jueves de Corpus del 10 de junio de 1971, son sin lugar a dudas la vergüenza de un gobierno intolerante que se cerró al diálogo y en vez de palabras, usó el fuego. Otro más de los agravios que el sistema caduco del viejo PRI nos debe al pueblo, otra de las miles de facturas que por años se fugó en cortinas de humo, otro más de los actos en los que se protegió a protagonistas, todos ellos de la divina casta, personajes éstos que arrastran gruesas cadenas, en donde cada eslabón son muertes y desolación en que dejaron a cientos de hogares.
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