Hoy comienza el proceso electoral federal, para la integración de la LIX legislatura del Congreso de la Unión. Es el tercero que organizan los consejeros electorales del IFE, elegidos por la Cámara de Diputados en octubre de 1996 y que en el mismo mes del próximo año terminarán sus funciones. Concluidos los dos tercios más relevantes de su periodo (que lo son porque el primero marcó el comienzo de una tarea institucionalmente novedosa y el segundo incluyó la renovación plena de los poderes federales) es ya posible emitir un juicio sobre la calidad del desempeño de sus tareas. La sociedad en general lo ha expresado con altas calificaciones. Si ese dictamen ha de ser refrendado, se requiere conciencia general del delicado momento que vive el Instituto Federal Electoral, que cuando mayor fortaleza requiere, está marcado por diversos factores peligrosos. Cuanto más sólida debe ser la institución que organiza los comicios federales, mayor es la posibilidad de embates en su contra.
Algunos partidos, sobre todo el PRI, han manifestado inconformidades con la integración y el funcionamiento del consejo general del IFE, que de prosperar llevarían hasta una reforma legal que debilitara el órgano electoral, el primero en que ni el gobierno ni los partidos tienen ingerencia. En caso contrario, la próxima legislatura tendrá delante de sí la tentación de designar consejeros a modo, que les eviten los percances suscitados por la independencia y la solidez de criterio de los actuales miembros del consejo general. Cualquiera de las dos circunstancias significaría un retroceso, muy costoso políticamente, en una de las sendas que más exitosamente se han recorrido, que es la de construir confianza pública en su órgano electoral.
El IFE requiere un fortalecimiento de sus capacidades, pues si bien posee mayor vigor jurídico como nunca antes, se han descubierto flancos débiles que lo colocan en la delicada posición de no cumplir a cabalidad algunas de sus funciones por deficiencias en su diseño legal e institucional. El caso de la fiscalización de los ingresos y los gastos partidarios, y las recientes decisiones judiciales en torno de esa tarea, lo ponen así de manifiesto.
Ante una denuncia del PRI por el presunto trasiego ilegal de dinero a la precampaña de Vicente Fox y a los partidos que integraron la Alianza por el Cambio ya durante el proceso electoral del 2000, el IFE se topó con una limitación de sus capacidades de investigación. Sin embargo, en una sentencia histórica, que definió al órgano electoral como autoridad fiscal respecto de sus necesidades de indagación, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolvió que el secreto bancario, alegado por la Comisión Nacional respectiva para no demandar de los intermediarios financieros información solicitada por el IFE, no debe limitar las funciones de la autoridad electoral.
Los amigos de Fox, especialmente Lino Korrodi, cuyas empresas recibieron depósitos del exterior que luego se canalizaron al gasto electoral foxista y panista, presentaron demandas de amparo contra la nueva aptitud indagatoria del IFE. En todos los casos obtuvieron la suspensión provisional ante la actuación de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores. Los demandantes no presentaron ante los jueces federales que los atendieron la historia completa de los actos contra los que se protegían, es decir dejaron de lado que la CNBV actuaba no motu propio sino bajo el influjo legal del IFE. De otra suerte, hubieran tenido que desechar la demanda de amparo porque la ley que organiza ese juicio de garantías expresamente dispone que “el juicio de amparo no procede contra resoluciones o declaraciones de los organismos y autoridades en materia electoral”. Más todavía, cuando el IFE pretendió apersonarse en esos juicios, la autoridad judicial invariablemente desechó sus recursos.
Volvió entonces el IFE al ámbito electoral e inició ante el Tribunal correspondiente un incidente de inejecución, un mecanismo por el cual un impartidor de justicia puede hacer valer su sentencia, que de otro modo se convertiría en letra muerta, en papel mojado ante la pura resistencia del afectado. Pero la semana pasada el Tribunal resolvió que nada puede hacer en el caso, pues su autoridad vale en materia electoral, pero no puede entrar a revisar los procedimientos y las decisiones de los tribunales de amparo. Tiene razón, y eso no obstante su sala superior se permitió declararse “convencida de la falta de idoneidad jurídica de las actuaciones realizadas” por los jueces que otorgaron las suspensiones y en cambio rechazaron los repetidos intentos del IFE por actuar como tercero interesado en los procesos respectivos.
Esos juzgados no han resuelto el fondo de los amparos cuya suspensión concedieron. Por ese motivo y la incompetencia del TRIFE siquiera para urgirlos a resolver, el IFE está paralizado en un aspecto fundamental de sus responsabilidades. Para superar ese pasmo se requiere un activismo judicial al que tan refractaria se ha mostrado la Suprema Corte de Justicia. Sin violentar la ley, en ejercicio de sus atribuciones, el tribunal constitucional puede hacer que se imprima velocidad a los procedimientos, en la primera y en la segunda instancia y, llegado el momento, que se requiere no sea lejano, pronunciar su palabra en un asunto obviamente trascendental.
Y no se diga que cargamos en demasía, de decisiones cruciales, al tribunal constitucional. Su desempeño se lo merece.