Primera de dos partes
Una Guía Objetiva.- Al final, lo importante no son las intenciones sino las acciones, lo que realmente se hace y no lo que se dice. La naturaleza de la evolución política del México del siglo XX se puede determinar más por la forma en que se emplearon los recursos materiales y políticos a disposición de la autoridad que por los discursos de los líderes, como bien lo mostró hace tiempo el trabajo del profesor James W. Wilkie, La Tesis de las Seis Etapas.- En su libro de 1967, The Mexican Revolution. Federal Expenditure and Social Change Since 1910 el académico presentó una tesis, que luego condensó en otra obra que editó: Society and Economy in México (Los Ángeles: UCLA, 1990). En ésta expuso las seis etapas del desarrollo económico, político y social de México en el siglo XX: I) revolución política (1910-1930), II) revolución social (1930-1940), III) revolución económica (1940-1960), IV) revolución balanceada (1960-1970), V) revolución estatista (1970-1982) y VI) revolución reestructurada (1982-). A la media docena de etapas propuestas se le puede añadir otra: la anterior a 1910. Bajo la presidencia de Porfirio Díaz, echó raíces el orden político implantado por los liberales tras su triunfo sobre el II Imperio. Esa estabilidad dio pie a que México experimentara su primer período de desarrollo económico sustantivo desde la independencia. Ese crecimiento se basó en la promoción de la inversión externa (minería, ferrocarriles, electricidad, textiles, agricultura, banca, petróleo), la expansión del latifundio y las exportaciones agrícolas y mineras. Lo anterior permitió al Gobierno Federal contar con un presupuesto sin penurias ni déficit, disminuir el gasto militar, cumplir sin problemas el servicio de una deuda renegociada a bajas tasas de interés e iniciar la gran obra pública orgullo de la oligarquía porfiriana: ferrocarriles, puertos, el Gran Canal del Valle de México, edificios públicos, mercados, etcétera. En cualquier caso, el gasto federal se dedicó en un 77% a la propia administración, 17% al desarrollo económico y casi nada al social: 6%. Ahí está el retrato, o al menos un retrato, del porfiriato.
La Revolución como Transformación Política.- Entre 1910 y 1920 la guerra civil hizo que por un tiempo el Estado mexicano casi desapareciera y que sólo islas económicas, como la industria petrolera, se salvaron de la violencia generalizada. De 1920 hasta inicios de los años treinta la prioridad fue la reconstrucción del orden bajo un nuevo marco jurídico. El Producto Interno Bruto (PIB), tuvo un comportamiento errático: en 1921, 1925 y 1926 creció al 6% anual o más, pero en 1924 y 1927 no creció sino que cayó. La Gran Depresión Mundial llevó a una caída de -3.9% en 1929 y a una catastrófica de -14.9% en 1932. En esos años, entre el 58% y el 77% del presupuesto se destinó al ejército y a la burocracia; la inversión de carácter económica -carreteras, presas, Banco de México— equivalió, en promedio, al 25% del total y el gasto social casi no existió. La situación no era muy diferente de la del Porfiriato, sobre todo cuando surgió un gran partido de Estado que permitió superar la etapa de la indisciplina e inició la del orden con aspiración a progreso.
La Revolución como Transformación Social.- Los años treinta son el momento del cambio, de la revolución. Plutarco Elías Calles, el Jefe Máximo, ya no pudo imponer su visión cada vez más conservadora y surgió el cardenismo (1934-1940). Tuvo lugar entonces una rápida redistribución de la riqueza que más interesaba a un México rural en sus dos terceras partes: la tierra. El latifundio que había alcanzado su clímax en el Porfiriato, llegó a su fin. En seis años se repartieron 18.8 millones de hectáreas realmente productivas.
En el cardenismo se dio una de las mayores transformaciones sociales en la historia mexicana, se invirtió más de la mitad del presupuesto en las áreas económicas y sociales (53.5%), se sostuvo una política nacionalista frente a Estados Unidos y, además, el crecimiento promedio anual del PIB fue de 4.5%, lo que, descontado el incremento demográfico, significó uno per cápita de 2.8%. Nada mal, visto desde el México de hoy.
La Revolución como “Milagro Económico”.- El post cardenismo es el momento en que el presupuesto destinado al crecimiento económico ganó la delantera al puramente administrativo sin abandonar el social. El desarrollo alentado por la II Guerra Mundial se mantuvo gracias a la protección arancelaria —sustitución de importaciones— y luego al control de la inflación. Y aunque el gasto del gobierno fue un elemento dinámico —la inversión pública equivalía a un tercio de la privada— la deuda pública externa no volvió a adquirir importancia.
En su mejor momento, el PIB de esta época del “milagro mexicano” llegó a crecer al 10% -1954—, pero lo realmente interesante es el promedio: 6.06% anual por veinte años. Es verdad que para entonces la tasa de crecimiento demográfico había aumentado a 2.8% en promedio, pero de todas formas el aumento per cápita del PIB resultó ser de 3.2% anual. Y eso no es todo, según los índices de Wilkie, la pobreza disminuyó en un 28%. Fue la época de mayor vitalidad del régimen del PRI. El Equilibrio. Para Wilkie, el decenio dominado por las figuras y políticas de Adolfo López Mateos y de Gustavo Díaz Ordaz, significó un equilibrio entre la política social y la económica. El gasto en el área económica llegó a ser en 1963 el 41.3% del total, seguido por el administrativo y social. Por otro lado el mercado empezó a ganar terreno, pues si bien en 1961 la inversión pública representó el 43% de la total, para 1970 había bajado al 33%. El crecimiento del PIB en el decenio donde el movimiento estudiantil de 1968 inició de manera trágica la presión para avanzar en la democratización, fue impresionante: el promedio anual superó al 7%. Es claro que el estallido de descontento político en el verano del 68 no estuvo ligado a una falla de la economía sino a lo contrario: a la falla del sistema político para acompañar a la modernización económica.
La Economía Presidencial.- Para Wilkie, el período de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo (1970-1982) —el neopopulismo—, es el de la recuperación de la iniciativa gubernamental, de la “Revolución estatista” y del desastre económico. Con Echeverría el impulso fundamental del proceso económico provino de “Los Pinos”. El gasto público volvió a aumentar y las empresas del sector público se duplicaron. Ante la falta de una reforma fiscal efectiva, se recurrió al endeudamiento. La deuda pública externa más que se cuadruplicó. El siguiente sexenio, el de López Portillo y la supuesta “administración de la abundancia” producto de la exportación petrolera, triplicó la deuda externa heredada hasta llegar a los 59 mil millones de dólares, justo cuando se reventó la burbuja de los altos precios del petróleo. Como sea, en esa docena de años se dedicó, en promedio y según el INEGI, el 51% del presupuesto federal al gasto económico —el gobierno llegó a emplear a casi la quinta parte de la fuerza laboral- y el 31.2% al social. Por primera vez se dejó al gasto administrativo a donde debería de estar siempre: al final, (Estadísticas históricas de México, T.II, p. 644). Este es el período del equilibrio.
El promedio de crecimiento del PIB entre 1971 y 1982 fue de 6.2% lo que, descontado el crecimiento demográfico, da alrededor de un 3% per cápita anual. Los indicadores de la pobreza -ya no de Wilkie, sino otros— también muestran un decrecimiento de la misma en casi un tercio (Julio Boltvinik y Enrique Hernández Laos, Pobreza y distribución del ingreso en México, México, 1999, p. 85). (Continuará).
Todas esas cifras salvarían históricamente a Echeverría y a López Portillo en el ámbito económico y social, aunque no en el político y menos en el moral, de no ser por el desastre final, cuando ya no quedó nada viable del modelo económico seguido por ambos presidentes, y el futuro quedó marcado por la depresión y la deuda, lo que obligó a replantear toda la estrategia de desarrollo en condiciones sumamente difíciles, de bancarrota económica y política. El Fin de un Régimen.- El período iniciado en 1983 marcó el fin de lo que quedaba de la Revolución. En estos años, como todos sabemos, la economía se abrió al exterior, se privatizó la empresa pública (salvo petróleo y electricidad), la inversión externa ingresó como nunca antes y el comercio exterior se convirtió en el corazón de la economía. Y pese a todo, el crecimiento resultó casi nulo. A fines de los años noventa volvió a haber cambios importantes. La economía dejó de ser dirigida desde “Los Pinos” y la responsabilidad quedó en ese ente tan difuso como exigente que es el mercado. Para 1997, la inversión pública volvió a ser secundaria: sólo el 16.7% del total. No obstante la magnitud de los cambios y las promesas, el crecimiento promedio per cápita fue imperceptible: menos del 0.2% anual. En contraste, los índices de pobreza han aumentado sustantivamente hasta abarcar al 53% de la población. En el 2000 el gobierno de Vicente Fox marcó el inicio de un nuevo régimen político, pero de continuidad en lo económico y social. En el 2001, por ejemplo, el gasto del gobierno fue equivalente a un quinto del PIB. De ese total, más del 40% se destinó al pago de la administración federal y a las aportaciones y participaciones a estados y municipios, un 30% fue gasto económico aunque no muy productivo, pues incluyó lo mismo inversión en energía que servicio de la deuda; sólo un 20% se destinó a lo social (el 10% faltante me resultó imposible de determinar). En suma, los indicadores del gasto público y de la economía muestran con claridad el camino que ha seguido nuestro país. Los del presente indican que seguimos en una etapa de “reestructuración”, pero sin dirección clara, reaccionando aún a las catástrofes y errores, sin tener la capacidad de retomar la iniciativa y escribir la historia como la queremos, no como las circunstancias nos la dictan.
Nota: puede ser legal pero sin duda es injusto e inaceptable que dos comunicadores notables, Carmen Aristegui y Javier Solórzano, sigan sin poder ejercer su profesión. Un conflicto de intereses particulares tiene una repercusión pública que debe subsanarse a la brevedad.