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INVITACIÓN A LA LECTURA

SELECCIÓN DE EMILIO HERRERA

Si bien los indios, según los definió Porfirio Díaz, estaban acostumbrados a guiarse por aquéllos que poseen autoridad, en vez de pensar por sí mismos, una era la autoridad impuesta a la fuerza y otra muy distinta la que regía su comunidad y emanaba de ellos. Los que finalmente gobernaban su vida moral y religiosa eran los principales, los que habiendo servido gratuitamente a los intereses del grupo durante largos años se habían ganado su confianza y ocupaban los más altos cargos. El problema, desde luego, no consistía en que hubieran declinado la facultad de pensar por sí mismos, sino que pensaban de acuerdo a sus inalterables patrones culturales. El poder emanaba de los muertos, de los principales pasados y tenía un carácter místico que se traducía en la posesión de los bastones de mando. Este poder, el único verdaderamente democrático, normaba la conducta interna del grupo, constituía una fuerza moral y religiosa a la que se oponía y se opone hasta nuestros días la fuerza política establecida.

El gobierno indio, aun mutilado y oscurecido, contribuía a mantener la cohesión del grupo y a establecer una jerarquía de valores incomprensible para el blanco. El indio amenazado, cercado y envilecido, poseía además un fuerte sentimiento de solidaridad. Aunque el avanzado sincretismo del centro del país hubiera ido sustituyendo sus viejas deidades por las católicas, la totalidad de su visión del mundo, su tendencia a sacralizar las actividades humanas fundamentales no habían sido alteradas. Para él la tierra, el agua, la siembra, el trabajo mantenían un carácter divino. Las cosas habían sido creadas por los dioses y debían permanecer inalterables hasta el fin. Mantenían intacto su pensamiento mágico y, como carecían de médicos, de escuelas o diversiones, los mitos regían su conducta, en sus enfermedades recurrían a los chamanes y a los curanderos y un sistema de economía primitiva basado en el regalo y contrarregalo los llevaban a organizar costosas ceremonias -entierros, casamientos, festividades de la divinidad tribal- que aumentaban el monto de sus deudas.

México era un mosaico de lenguas y de razas dispersas desigualmente un poco en todo su territorio. Las densas masas del altiplano, de Chiapas o de Yucatán -las que sufrieron todo el peso de la Colonia - eran bien conocidas desde el siglo XVI, pero había una multitud de grupos ignorados en las dos cadenas montañosas, en los desiertos del norte o en los bosques del sur. El explorador noruego Carl Lumholtzm al terminar un largo viaje por la Sierra Madre Occidental pudo escribir un libro donde recogía sus observaciones y titularlo con justicia “El México desconocido”, porque en 1910 enormes extensiones se habían convertido en una tierra incógnita.

Millones de seres vivían una existencia “salvaje”, de la que ya no se guardaba memoria alguna. Incluso los vestigios de remotas evangelizaciones se habían modificado dando origen a nuevos rituales. En el sigilo de las altas montañas o de las selvas, los chamanes se sentaban alrededor del Abuelo Fuego y cantaban los mitos de fundación durante la noche. Se rendía culto a los señores de los animales, a los venados azules y bermejos, a los peces y a las águilas –las que vuelan alto y todo lo ven y todo lo saben. Cuyas plumas conferían sus poderes al chamán. Muchas tribus emprendían ascensiones místicas tomando drogas alucinantes o pasaban una parte de su vida visitando los lugares donde los dioses habían realizado sus hazañas creadoras o sacralizando sus tierras y sus cosechas. Ellos se sentían contemporáneos y colaboradores de los dioses en la tarea de mantener el equilibrio del mundo, y su mayor preocupación consistía en reconstruir, mediante su sacrificio, el tiempo y el espacio sagrados, como la sola posibilidad de trascender el amargo tiempo profano. El mundo celeste estaba cargado de significación. Quetzalcóatl. La Estrella de la Mañana, seguía matando con sus flechas a su hermano Tezcatlipoca. La Estrella de la Tarde, haciendo el día; el sol y los muertos recorrían el camino del inframundo y la nostalgia del paraíso los hacía conservar su modelo simbólico en los campos ceremoniales. Un inmenso tesoro de ciudades devoradas por la selva, de mitos, de cantos, de danzas, de preciosos objetos rituales, de ceremonias esotéricas yacía ignorado y sólo interesaba a unos pocos antropólogos extranjeros.

LÁZARO CÁRDENAS Y LA REVOLUCIÓN MEXICANA. FERNANDO BENÍTEZ. Fondo de Cultura Económica. México. Primera reimpresión 1980.

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