Hay árboles cuyo poder destructor es igual al de un tanque pesado o al de un cañón de largo alcance. Las raíces de las ceibas y de los zapotes, los troncosa del matapalo, miembro particularmente agresivo de la apacible familia de los “Ficus” son capaces de pulverizar las piedras, de agrietar las escalinatas, o de originar derrumbes espectaculares. La lucha que libraron el árbol y la piedra durante siglos no ha terminado y todavía es visible. Logró, por ejemplo, destruir el piso bajo del palacio de Sayil, preservando estructuras superiores, ensañarse contra un dios y respetar al vecino, o convertir la tumba de la pirámide del Templo de las Inscripciones en una gruta cargada de estalactitas.
Aun devastados o reconstruidos la medias, cercados o golpeados salvajemente, lo que queda es asombroso. Ni la selva ni los saqueadores han logrado escamotearnos lo esencial de ese enorme legado. Nos es posible adentrarnos en los bosques y contemplar la hermosura de un pequeño templo que sobre el desorden de la maleza impone el juego armonioso de sus molduras, la nobleza de sus yeserías o de sus altas peinetas erguidas al borde del Usumacinta.
El maya exploró todos los caminos de la expresión plástica. Nos sentimos cómodos ante un arte religioso que se vale de un lenguaje simbólico propio, y ése es el caso de la Serpiente Emplumada y de la máscara de Chac, el dios de la Lluvia, que figura en las esquinas de los edificios o compone la fachada íntegra del templo de Kabah, porque la repetición de un símbolo establece una especie de letanía, de cántico donde la reiteración suscita el sentimiento de lo sagrado. Sin embargo, cuando el arte simbólico religioso se ve quebrantado con frecuencia por un arte naturalista, surgido al mismo tiempo, nos desconcertamos, pisamos un terreno desconocido en el que no cuentan ya los mismos parámetros. Éste es el caso de los estucos de Palenque, de los frescos de Bonampak, de algunos bajorrelieves o de las estatuillas de Jana, en que el realismo ha llegado a la síntesis de las más grandes obras maestras, sin perder su sentido específicamente maya.
El maya no sólo ha creado conjuntos monumentales, sino que en ellos logró integrar a la arquitectura, a la pintura y a la escultura, combinando las luces y las sombras, las fachadas lisas y los oscuros agujeros de las puertas con los frisos llenos de movimiento y de juegos ópticos, la monumentalidad de los espacios externos a la minucia del detalle, todo hecho y rehecho muchas veces, con nuevas formas, nuevos métodos expresivos hasta culminar con las grandiosas salas hipóstilas y las poderosas masas de Chichén Itzá.
De pronto este mundo aéreo, pintado de brillantes colores, dilicado y fuerte, se vacía y es devorado por la selva. En el siglo XVI el maya sobrevive, perdida su coherencia y su energía creadora mientras la naturaleza renace y se destruye indefinidamente.
En la península de Yucatán – único suelo maya densamente poblado - los españoles nada hicieron que pudiera compararse en ningún sentido, ni remotamente, a lo edificado por los indios con instrumentos del neolítico. Sus iglesias son pequeñas y toscas, sus casas pobres, sus poblados miserables. Nunca pudieron vencer el clima de los trópicos o la pobreza de la tierra.
LÁZARO CÁRDENAS Y LA REVOLUCIÓN MEXICANA. FERNANDO BENÍTEZ. Fondo de Cultura Económica. México. Primera reimpresión. 1980.