“Otros podrán moldear bronces con mayor suavidad... Tú, romano, haz que tu tarea sea gobernar otras naciones..., imponer orden en la paz, ser condescendiente con los que se someten y someter a los arrogantes”.
Virgilio
Nadie puede culpar a George W. Bush por caer en el pecado de arrogancia. El triunfo que obtuvo en las elecciones legislativas del pasado 5 de noviembre es contundente. Su Partido Republicano no sólo recuperó el Senado sino que mantuvo el control de la Cámara de Representantes. Hoy puede ejercer el poder, en la única real potencia que le queda al mundo, con casi total libertad.
Éste es un George W. Bush muy diferente al que vimos hace apenas dos años. En la campaña del 2000 Bush se enorgullecía de ser un “republicano con corazón”. Hoy se ha convertido en un conservador feroz. En los primeros meses del 2001 era un presidente cuestionado en su legitimidad por haber sido electo sin mayoría del voto popular y por la sombra de las irregularidades electorales en Florida. A partir del 11 de septiembre se ha transformado en un dirigente de obsesiva visión.
Bush logró el triunfo electoral del 5 de noviembre al concentrarse en un sólo mensaje: Estados Unidos está en riesgo por la amenaza del terrorismo y por la de un “Eje del mal” —Iraq, Irán y Corea del Norte— dispuesto a todo con tal de destruir al país que preserva la moral y la justicia en el mundo. Los electores estadounidenses —o cuando menos el pequeño porcentaje que se molestó en votar— creyeron en este mensaje y le dieron al presidente el mandato que pedía.
El primer resultado de este mandato se hace evidente en la negociación sobre Iraq dentro del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Hasta hace algunos días el representante estadounidense John D. Negroponte había tratado de fraguar una resolución conjunta con Francia y Rusia. Este miércoles 6 de noviembre, un día después de la elección, presentó un texto por sí solo que deberá ser votado hoy y que sólo tardíamente consiguió la aprobación francesa. Todo parece indicar que Bush ya ha tomado la decisión de atacar Iraq. Para obtener legitimidad, desea hacerlo con apoyo del Consejo de Seguridad. Pero, en caso necesario, el propio presidente ha declarado su intención de realizar la acción de manera unilateral. Francia y Rusia han tratado de establecer reglas al proceso de inspección de armas en Iraq que no le darían a Estados Unidos un “gatillo” automático. El texto de resolución que ahora Washington ha sometido al Consejo toma en cuenta algunas de las observaciones francesas; pero le deja a Estados Unidos la decisión final del ataque, sin tener que pasar una vez más por una votación en el Consejo de Seguridad que Francia exige. Con el resultado de la elección del 5 de noviembre, sin embargo, Bush sabe que lo que haga o deje de hacer el Consejo ya no tiene importancia. Los electores estadounidenses —que tienen aún el recuerdo hiriente de las torres humeantes del World Trade Center— quieren que su gobierno mantenga una posición dura frente a los “terroristas”. Poco importa que Iraq no haya tenido nada que ver con los atentados del 11 de septiembre. Y Bush, en su búsqueda de legitimidad, está encantado de ofrecerles esa dureza.
¿Por qué no habría Bush de caer en el pecado de la arrogancia? Nadie se acuerda ya de sus errores económicos: como un recorte de impuestos que ha beneficiado principalmente a los ricos y ha destruido el sano superávit fiscal que el gobierno del demócrata Bill Clinton y el Congreso construyeron con tanto esfuerzo en los años noventa. Hoy, ese hombre que rara vez había viajado fuera de los Estados Unidos antes de ser presidente, ese político que en campaña confesaba su ignorancia sobre los temas de política exterior, se ha convertido a ojos de los estadounidenses en el gran líder de la cruzada moral contra el terrorismo y el “Eje del mal”. En ese gran esquema, la guerra contra Iraq es una necesidad política. Bush parece convencido de que el gran error de su padre en la Guerra del Golfo Pérsico de 1991 —el error que le costó la reelección en 1992— fue permitir la permanencia del régimen de Saddam Hussein. Él está decidido a enmendarlo. Si acomete esta tarea con la bendición de las Naciones Unidas, qué bien; pero si no, tampoco es importante. El único respaldo que realmente le importa es el de los votantes estadounidenses. Y éste lo obtuvo con creces en las elecciones del 5 de noviembre. No sorprende que se muestre tan arrogante.
Respuesta
Al-Thawra, periódico del partido oficial iraquí, señaló ayer que Iraq aceptará las condiciones del Consejo de Seguridad: “No le conviene a Iraq ignorar o violar las resoluciones de las Naciones Unidas como otros hacen (o sea Israel). En contraparte, Iraq espera que el Consejo de Seguridad no ignore sus derechos.”