Como responsable del área “mejor evaluada” del gobierno foxista, como él mismo se ufana en repetir, el canciller Jorge G. Castañeda figura por derecho propio en toda selección de personajes del año. Es también uno de los más refulgentes miembros del gabinete, que no es pródigo en figuras dotadas de esa cualidad. Y no está exento, ni mucho menos, de saldos adversos, especialmente porque en su desempeño queda incorporado de modo permanente un factor personal de gran peso y alcance largo.
Esta última circunstancia permite -u obliga- realizar el balance del año en función de las pérdidas personales sufridas por el secretario de Relaciones Exteriores. Se quedó sin la amistad de Ricardo Pascoe Pierce, sin la de Adolfo Aguilar Zínser, en ambos casos de manera rijosa. Y, por otros motivos, también sin la colaboración de Miguel Marín Bosch, que se fue de la subsecretaría encargada del despacho, segunda posición en importancia en Tlatelolco.
El largo, gravoso y aun ridículo desliz de la política exterior en relación con Cuba -el que provocó el despido del embajador Pascoe- fue el acontecimiento de mayor envergadura en el año que termina, dentro del área confiada al canciller. Aunque no siempre se desarrolló en términos idílicos, la posición mexicana frente a la circunstancia cubana se había caracterizado por su congruencia. Díaz Ordaz y Zedillo impusieron sequedad a la relación, pero la mantuvieron dentro de la formalidad necesaria dada la corriente de simpatía entre porciones importantes de ambos pueblos. Castañeda, en cambio -y hay que referirse aquí, no al presidente sino al secretario como autor de la política respectiva- modificó radicalmente el tono y el contenido del vínculo correspondiente. Tenía, por supuesto, y tiene pleno derecho a hacerlo, puesto que forma parte del gobierno del cambio, que en este punto ha querido diferenciarse sin lugar a dudas del régimen priista.
Pero erró en el fondo y en la forma. En el fondo, porque la nueva posición frente a Cuba se adoptó como parte de la nueva posición mexicana ante el gobierno de Washington. La necesidad personal de Castañeda de tirar los lastres de sus actitudes políticas previas a su pertenencia al foxismo, y su pragmatismo explícito lo han conducido a una propensión muy acusada hacia favorecer los intereses de los norteamericanos. No se le reprocha que reconozca la situación mexicana dependiente en amplia medida de Estados Unidos, sino que la adopte como un hecho fatal, inexorable, en vez de acudir al máximo a los estrechos márgenes que ofrecen los principios de la convivencia internacional, convertidos en base constitucional de la diplomacia en nuestro país.
El hecho es que, para situar bien a México frente a Washington, Castañeda dañó la relación con La Habana. El tragicómico episodio protagonizado por el presidente Fox frente al presidente Castro fue sólo el momento más vistoso de un proceso de deterioro deliberado de la relación entre México y la isla. Atrapado en ese proceso, el embajador Pascoe, que habría sido incorporado al servicio exterior como parte de un diseño personal del canciller, tuvo que soportar humillaciones antes de ser despedido, con lo que se frustró al menos en parte ese diseño, consistente en convertir en cuadros diplomáticos a eventuales y futuros miembros relevantes de una corriente política adicta al canciller.
Una pérdida aún más grave para Castañeda fue la que significó la designación de Adolfo Aguilar Zínser como embajador ante la ONU y el avance, este año, de las posiciones del antiguo Consejero de Seguridad nacional frente a las del propio Castañeda. A pesar de que el canciller buscó menospreciar al embajador informando que le envía instrucciones por escrito cada día, a fin de asegurarse de la fidelidad de su conducta a los designios de Tlatelolco. Y no obstante que ni Castañeda mismo, en su discurso de septiembre ante la Asamblea General de la ONU, trazó los elementos de esa actitud, parece claro que al tramitarse la resolución sobre Iraq la posición mexicana, cobijada por la de Francia, surgió más de Nueva York que de Tlatelolco.
Castañeda perdió también al subsecretario Marín Bosch. La explicación a su renuncia es creíble: el experimentado diplomático tenía planeada su jubilación desde el comienzo del sexenio. Pero el que no encontrara razones para esforzarse en seguir dentro del equipo de la cancillería es quizá un juicio sobre el desempeño de ese equipo. Marín Bosch realizó una carrera prolongada y profesional en el servicio exterior y fue secretario particular del primer Jorge Castañeda en la cancillería, época de que data su amistad con el actual secretario. En él, entre otros, se encarna una inevitable contradicción de la postura de Castañeda: critica con acritud la diplomacia priista y sin embargo ejecuta los cambios con miembros relevantes de aquella diplomacia.
La polivalencia del canciller -que induce a muchos a pensar posible su paso a otra secretaría- lo llevó también a incursionar en la política interior: se propone ayudar a construir una mayoría foxista en la Cámara de Diputados, a partir de las elecciones del año próximo. No se ve claro cómo podrá conseguir ese propósito, pero sí que su pretensión no fue bien apreciada en el partido del Presidente, que juzga ajenos a sus propósitos los del canciller. Como quiera que sea, tal vez a través de alguna nueva formación política o de las que requieren abrirse paso por sus propios medios esta vez, Castañeda buscará reproducir la estrategia que dio a Fox votos que no le hubieran sido destinados espontáneamente.