“José Córdoba tiene todo el derecho de hacer política”.
Manuel Camacho
Hay algo de cómico en la reacción de los medios de comunicación y de muchos políticos ante la presencia de José Córdoba, jefe de la Oficina de la Presidencia en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, en un desayuno de unidad priista en la ciudad de México. Parecería que algunos de los asistentes, por su asombro, vieron un fantasma ese 27 de noviembre en el Club Libanés. Los medios informativos ofrecieron después notas altamente editorializadas sobre la presencia del ex funcionario. Todavía esta semana una revista capitalina publicó un artículo de Manuel Camacho titulado “Una siniestra reaparición.”
Camacho tiene, por supuesto, el derecho de cuestionar a Córdoba. Los dos se encontraron en trincheras opuestas en muchas batallas durante el sexenio de Salinas. El ex regente de la ciudad de México le atribuye —cuando menos parcialmente— al ex jefe de la Oficina de la Presidencia que el presidente Salinas haya elegido a Luis Donaldo Colosio y no a él como candidato del PRI a la Presidencia de la República en noviembre de 1993. Y esa pérdida, la de una candidatura que garantizaba el acceso directo a la silla presidencial, es suficiente para alimentar un odio de por vida.
Pero ¿tenía realmente Córdoba ese poder inmenso que le han atribuido Camacho y otros políticos y periodistas? ¿En verdad podemos pensar que Carlos Salinas de Gortari era un presidente tan débil, tan maleable, que las decisiones más importantes las tomaba su asesor? Nada parece indicarlo.
Córdoba era sin duda un hombre cercano al presidente. Participaba en todas las reuniones de gabinete y tenía el poder del silencio: hablaba poco o nada en esas reuniones y tomaba las notas que después se convertirían en precisas minutas. Si el presidente buscaba su opinión, lo hacía posteriormente y en privado.
Este proceso le daba a Córdoba influencia, pero no convertía al presidente en su títere. En algunas batallas de las que tengo conocimiento, de hecho, Salinas simplemente descartó las posiciones de Córdoba. Desde 1992, por ejemplo, el asesor presidencial se pronunció por una devaluación más acelerada del peso para promover exportaciones y generar más ahorro interno. Pero Salinas respaldó la posición de su secretario de Hacienda, Pedro Aspe, de mantener un deslizamiento lento dentro de un sistema de bandas. En 1994, después de la rebelión del Ejército Zapatista, Córdoba argumentó en contra de la designación de Manuel Camacho como comisionado para la paz en Chiapas porque dijo que éste sólo “enredaría las cosas” y le crearía problemas al candidato Colosio. Salinas respondió que él podía manejar a Camacho.
La exagerada visión del poder de Córdoba surge de la función que éste tenía en el gobierno de Salinas. Una vez que el presidente tomaba sus decisiones, ya sea a solas o en el gabinete, le delegaba el seguimiento a su asesor, lo cual colocaba a éste en una posición de conflicto con los miembros del gobierno que se consideraban (y eran) superiores en jerarquía. Por otra parte, era mucho más fácil culpar a Córdoba de las decisiones que al presidente, ante quien todo el mundo se cuadraba. El hecho de que Córdoba haya nacido en Francia, en el seno de una familia del exilio español, alimentaba una mayor animadversión en su contra. No sólo presionaba ese “hombrecillo” a secretarios de Estado y funcionarios poderosos sino que además, a sus ojos, ni siquiera era mexicano (aunque estaba ya nacionalizado). La insistencia de sus críticos por referirse a él como Joseph-Marie, un nombre francés que él no utiliza, revela el propósito de usar la xenofobia como arma en su contra.
A Córdoba se le acusó de todo, pero en particular de haber planeado la muerte de Colosio. Nunca hubo, sin embargo, ni siquiera el más mínimo vestigio de prueba. Cuando algunos diputados del PRD pidieron hacer una investigación sobre el tema, Córdoba se presentó frente a ellos en un ejercicio dramático en que los perredistas, convertidos en un ridículo de tribunal de Inquisición, fueron incapaces de ofrecer ya no digamos una prueba sino siquiera un argumento.
La manera en que muchos medios de comunicación y políticos trataron la reaparición de Córdoba el 27 de noviembre sería patética si no formara parte de un prolongado linchamiento. Uno podrá estar de acuerdo o no con las ideas defendidas por Córdoba durante el sexenio de Salinas, pero es absurdo pretender que, por haber cumplido su trabajo o haber nacido en Francia, deba crucificársele públicamente.
Letras Libres
El acto de presión organizado por un grupo procastrista en contra de la revista Letras Libres en Guadalajara es, como lo ha señalado Miguel Ángel Granados Chapa, inadmisible. Nos recuerda que hay todavía un sector de la izquierda aferrado al estalinismo.