Son tantas las historias que se cuentan sobre lo problemático que resulta, hoy día, el pago de los impuestos, que una más resultaría tan ridícula e inútil como las anteriores. Este columnista tiene más de un mes intentando cubrir sus responsabilidades fiscales y, francamente, a cada día que pasa, a cada esfuerzo que hace, más se convence de retirarse a un convento de trapenses para no realizar esfuerzo alguno que amerite el pago de un gravamen fiscal...
Salvo que don Francisco Gil Díaz haya descubierto en la meditación religiosa una fuente impositiva para la nueva Ley de Ingresos de la Federación, que Dios y Fox no lo quieran....
Hasta hace unos meses, pagar impuestos constituía un deber fácil de cumplir para las personas físicas. Hacíamos un recuento anual de nuestros ingresos, les deducíamos los gastos familiares y de trabajo que autorizaba la Ley del Impuesto Sobre la Renta y multiplicábamos el saldo restante por la tasa fiscal aplicable. Lo que resultara lo pagábamos, mediante un cheque, en las oficinas fiscales o en los bancos autorizados a recibir nuestra declaración. A veces, transcurrido un tiempo, la Secretaría de Hacienda nos sorprendía con el envío de un acuse de recibo y un cheque de caja retornando alguna cantidad que, con los nervios, hubiéramos pagado de más. Ese cheque lo presentábamos en el banco correspondiente y se nos liquidaba peso sobre peso. Aquello constituía un idilio sádico masoquista, ya que pagar impuestos nunca ha sido una dinámica predilecta, voluntaria o espontánea de los ciudadanos, más bien todo lo contrario; pero se soportaba debido a la sencillez del procedimiento, por un lado, y por el otro el terror que siempre nos ha provocado la autoridad fiscal.
Recuerdo muy bien las inquietantes noches de insomnio previas al término del plazo para la declaración anual y cómo, después de haberlo presentado a tiempo, sobrevenía en nuestro espíritu una beatífica tranquilidad debida al cumplimiento de nuestro deber. Hoy se nos ordena usar el Internet para el mismo procedimiento fiscal. Previamente debemos tener una cuenta corriente en un banco. Además necesitamos suscribirnos a sus servicios de información por correo electrónico y contar, para estos fines, con un número de identificación personal, especie de abracadabra que nos abra la puerta de la electrónica puesta al servicio de la recaudación fiscal. Obviamente, quienes hagamos uso de esta modernidad tecnológica requerimos contar con cierta experiencia en la comunicación cibernética, pues cualquier metida de pata con los dedos manda al diablo todo el trabajo previo y hay que empezar de nueva cuenta.
Este columnista se sentía más o menos capacitado para desempeñar su papel de causante cautivo de la electrónica. Total, -pensaba-, ha de ser lo mismo que escribir mis articulejos y enviarlos por el e-mail. ¡Carajo! ¡Vivimos en el siglo XXI! Con paso firme fui al Banco, firmé el contrato de los servicios electrónicos, me pidieron que escribiera en un aparatito el número de identificación personal (NIP le dicen) que me complaciera y recordara, pues iba a ser la llave de mi felicidad. Luego me dieron una tarjeta de débito, cuyo número debería escribir cuando me lo pidiera la computadora. Al llegar a mi oficina hablé con la amable señora del despacho contable que lleva mis asuntos y le supliqué asesorar mis primeras incursiones por aquel nuevo mundo.
Hicimos cita para el día siguiente, en sus oficinas. A las once de la mañana del día convenido estaba el de la voz en el sancta sanctórum de los contadores. Iba más puesto que un zapato. Previamente me había cerciorado de que el Banco no me hubiera cargado el teléfono, la luz, el club, el cable y cualquier deducción que se le hubiera podido ocurrir al gerente. (Usted sabe lo que cuesta dar una orden de pago en falso a la Secretaría de Hacienda).
Derechito y atento me senté frente al ordenador de mi gentil asesora. Después de media hora de intentos fallidos, ella logró conectar al Banco por medio del Internet, obtuvo la página correspondiente a las declaraciones, escribió las cantidades a pagar por el ISR, el IVA y las demás causalidades fiscales. “Y ahora, señor, me dijo muy satisfecha escriba aquí su NIP. Piénselo bien, no se ponga nervioso, recuérdelo correctamente y todo saldrá a la perfección. Yo cerraré los ojos pues no debo conocer su NIP por seguridad”.
¡Fácil! –pensé-,... pero en cuando puse mis dedos sobre el teclado la memoria se me hizo popó. Er...¿eso lleva cuántos números? le pregunté. Me contestó: “Hasta ocho, pero también puede llevar letras” Ah, sí, claro, letras, números... Tragué saliva repetidas veces antes de volver a preguntarle: Y ¿cuáles serían?... “¿Cómo que cuáles?” me replicó: disgustada “¿No recuerda su NIP? Nop, nop, le contesté. Y como si la máquina cibernética hubiera escuchado todo, se borró la imagen en la pantalla y sólo quedó, titilante, una frase: “Inténtelo de nuevo cuando tenga la información completa y a la mano”.
Hoy me levantaré a esperar que el Banco abra sus puertas. Voy resignado a suplicar de rodillas que me den la oportunidad de obtener un nuevo NIP. Lo apuntaré, por ahí, a ver si luego me acuerdo dónde, para que no se me olvide. Y tornaré al tormento de estar horas y horas frente a la computadora, con la asesoría de mi consejera fiscal, a tratar de lograr que Hacienda me haga el favor de recibir mis impuestos. Rece usted por mí, amable lector...