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La corrupción

Gilberto Serna

Al sur de la antigua Grecia, en la península del Peloponeso, existió una ciudad llamada Corinto, destruida por los romanos en el año 146 a. de J.C. diciéndose que la corrupción fue la causa de su pérdida. Ese afán enfermizo por acumular riqueza trajo consigo que los en aquel entonces florecientes corintios fuesen brutalmente aniquilados. Me trajo el recuerdo la declaración del contralor Francisco Barrio Terrazas quien acaba de decir que el nivel de corrupción en México es tan profundo que ha tocado prácticamente todas las esferas de la sociedad, asegurando que no hay un ambiente social que se haya escapado de ser envilecido por esa lacra. Así mismo pude evocar la frase atribuida a José López Portillo en el sentido de que la corrupción somos todos. En realidad se refirió a la solución, no a la corrupción.

Sin pelos en la lengua que le impidan decir lo que sabe, no se quedó corto el contralor para pedir a sus cofrades del Partido (de) Acción Nacional que empezaran a hacer el ejercicio de “ver la viga en el ojo propio” señalando que han sido muchos los casos de gobiernos presididos por miembros del blanquiazul que “empiezan a despacharse con la cuchara grande”. Esto es, el contralor no quiso que le fueran a agarrar los dedos con la puerta, enderezando su catilinaria moralizadora también contra sus correligionarios. Debe decirse que hizo bien. Sus compañeros de partido no son unas alhajitas de los que pueda decirse ajenos a esos chanchullos, “trastupijes” y trapacerías. De lo que ha trascendido a la opinión pública se puede decir que muchos de ellos, como dijo el argentino del cuento, también tienen su historia.

Aunque, en honor a la verdad, los que se dicen priistas, herederos de gestas revolucionarias, son los que se llevan los abucheos del respetable desde los tiempos en que, cuentan, un Presidente de la República asediado por un diz que compadre que la hacía de alcalde de un pueblo quejándose de que el sueldo era muy raquítico le recomendó “haga obras, compadre, haga obras” entendiéndose el mensaje de que en el manejo de gastos estaba el remedio a sus penurias. De entonces a acá ha ido creciendo el número de políticos que al terminar su gestión administrativa, en puesto de elección o no, pasan a engrosar las filas de los riquillos de su pueblo, con carro flamante, inmensa mansión y, en no pocos casos, con señora nueva. La impudicia acompañada de la impunidad, como diría el ex-presidente Emilio Portes Gil, producía cada sexenio una “comalada” de nuevos millonarios.

La corrupción en nuestros días se ha ido convirtiendo en un estilo de vida permitido y validado por la comunidad que estaría en su derecho de pedir cuentas y no lo hace. Quizá por temor, quizá por ese fatalismo que envuelve al mexicano de que las cosas son así y ni modo. Cuando mucho nos conformamos con rechinar los dientes sin hacer más que ir a votar para elegir al gárrulo político para un nuevo puesto de elección recibiendo éste un premio y no, como debería de ser, un castigo. Los grandes políticos, cuya crapulosa vida ha quedado expuesta a los ojos de todos, reciben el homenaje de que su nombre se imponga a calles, colonias y aun escuelas sin que hayan hecho otra cosa que embolsarse los fondos públicos encima de una conducta licenciosa. ¡Estatuas ecuestres son erigidas en honor de esos tunantes!. La decencia, el decoro, la modestia, la integridad y la vergüenza se ven en esta sociedad pazguata como defectos dignos de ser criticados, recibiendo la alabanza social aquel que se ha especializado en el latrocinio, el lavado de dinero y la falta absoluta de escrúpulos. Así es la corrupción en este país.

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