Los narcóticos son un peligroso virus que debilita al Estado y corroe el tejido social. Lógicamente, desde hace varias décadas salen periódicamente planes gubernamentales. El último salió la semana pasada y contiene avances notables, pero está lejos de tener la integralidad que requiere nuestra realidad.
Con la pompa y ceremonia acostumbrada, el gobierno de Vicente Fox presentó la semana pasada el “Programa Nacional para el Control de Drogas 2001-2006” (PNCD). El titular del Ejecutivo fue prolijo en el autoelogio: “este programa instituye una política de Estado —dijo en la ceremonia—, (que) articula todas las acciones que habremos de llevar a cabo”. Además de ello, aseguró que el PNCD tiene un “enfoque integral, que no deja descubierta ninguna de las vertientes del problema”. Y sí, el documento es una bocanada de aire fresco conceptual porque con unos brochazos enumera con precisión los contornos que tiene la principal amenaza a la seguridad nacional mexicana. Es un diagnóstico impecable que trata con simetría los cuatro jinetes que acompañan el fenómeno: La producción, el tráfico, el consumo y los delitos que florecen a su sombra (tráfico de armas, secuestros, robo de autos, asaltos bancarios). El análisis se complementa con la capacidad que ha demostrado el gobierno para dar golpes espectaculares (como la detención de grandes capos). Por lo bueno que han hecho, me parece saludable señalar algunas de las carencias que tiene el nuevo plan. El criterio de presentación es de menor a mayor seriedad. El PNCD incluye objetivos que pueden resultar contraproducentes. Considero poca afortunada la intención del Gobierno Federal de “incorporar a los Gobiernos Estatales y Municipales en los programas globales de intercepción de drogas y erradicación de cultivos ilícitos”. Es loable, por supuesto, la construcción de una gran alianza que conscientice sobre el corrosivo efecto del consumo de drogas. Meter a estados y municipios en la línea de combate más directa (intercepción y erradicación) puede ampliar todavía más esa corrupción que reduce la eficacia del Estado. Si una institución tan jerárquica, disciplinada y hermética como el Ejército ha sido incapaz de evitar la corrupción de algunos de sus miembros, ¿qué puede esperarse de policías preventivos con salarios que rondan el mínimo y una solidez organizativa bastante endeble?
La siguiente debilidad del PNCD está en las cifras. Por ejemplo, algunas partes del diagnóstico son bastante imprecisas por carecer de cifras actualizadas. Estima el consumo con los resultados de un estudio de 1998 auspiciado por la Secretaría de Salud y el Consejo Nacional contra las Adicciones (El consumo de drogas en México, Diagnóstico, Tendencias y Acciones, 1999). Es muy posible que se quede corta la cifra de 2 millones y medio de personas que en aquel año aceptaban haber consumido drogas alguna vez en su vida. Algunos indicadores sugieren que en los últimos cuatro años se ha incrementado notablemente el número de consumidores. Ese sería el caso con el reportaje publicado por un diario capitalino sobre el “narcomenudeo” el pasado 6 de noviembre. En él se cita a Carlos Tornero Díaz, funcionario de la Secretaría de Seguridad Pública, quien estima que al “menos 3 por ciento de los menores que viven en las principales ciudades del país está ligado al crimen organizado”. Crece una generación afectada por la droga.
El presupuesto —dicen algunos— es la política en su forma más químicamente pura. Una de las deficiencias más graves del PNCD es que no incorpora el presupuesto que van a dedicar las dependencias que tendrán el encargo de cumplir con ese ambicioso listado de objetivos. A lo más que llega es a decir que pedirá una línea presupuestal directa a las autoridades hacendarias para que la Procuraduría General de la República cumpla con su tarea de dar seguimiento y evaluar el PNCD y que corresponderá a las instituciones que participen el “identificar recursos” para que se ejecuten “proyectos específicos”. Ante la ausencia de un presupuesto detallado (tal y como aparece en la Estrategia Nacional para el Control de las Drogas que aprobó la presidencia de Estados Unidos en febrero de este año o en programas parecidos elaborados en otros países) y tomando en cuenta la austeridad rampante, se ve difícil que salgan los recursos adecuados a la magnitud de la tarea. Desde esta perspectiva el PNCD es un listado de buenos deseos que ni siquiera pone algunas metas precisas de lo que quieren obtener, o a donde quieren llegar, en los próximos años.
Un problema infinitamente más serio se relaciona con los lineamientos estratégicos de la política que sigue México en el tema. En el origen del problema y en la política seguida para combatirlo, se encuentra Estados Unidos: Es el principal consumidor mundial de drogas y, para no contradecir la idea de que son excepcionales, durante mucho tiempo Washington sostuvo que la solución estaba en el lado de la oferta. En consecuencia, su política se orientó a que los países que producían o servían de corredor debían comprometerse a erradicar o frenar el tránsito hacia su territorio. En los últimos años reconocieron lo indispensable de combatir el consumo y actualmente dedican enormes cantidades de recursos a ese propósito. En marzo del 2001 el entonces embajador en México, Jeffrey Davidow, aseguró que el año anterior habían dedicado el 74 por ciento de las partidas dedicadas a ese propósito a la reducción la demanda y sólo el 13.6 por ciento a la intercepción internacional.
México se quedó atrapado en las tesis de Washington porque desde finales de los años sesenta —y a raíz del chantaje que Washington impusiera con la Operación Intercepción de 1969— asumió su papel de fiel soldado empeñado en el combate de la producción y el tráfico, pasando a segundo término la contención de un consumo que, lógicamente, creció exponencialmente. Las cifras son bastante elocuentes: En 1999 el Gobierno Federal dedicó 770 millones de dólares a la erradicación y la intercepción y sólo 26 millones a reducir el consumo de drogas. Este miserable 3.7 por ciento dedicado al combate de la demanda interna contrasta con el 74 por ciento de Estados Unidos. La causalidad es evidente: como no se reconocía la gravedad que tomaba el consumo, no se equilibraban los recursos dedicados a los vértices del fenómeno. Tampoco se resolvió un enigma: ¿Qué es más nocivo para la sociedad mexicana? ¿la producción, el tráfico o el consumo?
Afortunadamente el PNCD reconoce conceptualmente que tienen el mismo grado de importancia. Lamentablemente, guardó silencio sobre los recursos dedicados a cada rubro lo que me lleva a suponer que, al menos en lo inmediato, seguirán empeñados en una estrategia que responde a los intereses de Estados Unidos. Vistas así las cosas, se entiende el enorme cuidado que tiene el PNCD en guardar silencio sobre el peso enorme que tiene el vecino del norte en la determinación de todo lo que pasa con las drogas. Evaden el tema, cuando un programa integral requiere un abordaje explícito de la forma en que se puede manejar el ángulo estadounidense. Relaciones Exteriores bien podría empeñarse en redefinir los términos de la relación que tenemos con Estados Unidos en el asunto de las drogas.
En un espléndido ensayo (“La guerra imposible”, Letras Libres, marzo del 2000) Jorge Chabat habla de que el costo para México es “terriblemente alto” porque “corrompe una parte vital de su cuerpo: Los aparatos de seguridad”. Y esa corrupción “debilita el propósito fundacional del Estado: Dar seguridad”. La política que siguió el gobierno mexicano en las últimas décadas es a todas luces insuficiente. El PNCD contiene un buen diagnóstico del fenómeno que debe complementarse con una revisión de las raíces y estrategias. Sólo entonces podrá hablarse de un “Programa integral”. Es una lástima que, por ahora, el PNCD sólo sea un listado de buenos deseos. Bastante completo por cierto.
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