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La inmolación del campo

Jorge Zepeda Patterson

Hay una catástrofe silenciosa que viene cocinándose a los ojos de todos y nadie está haciendo algo para detenerla. A partir de enero del año próximo los productos agrícolas de Estados Unidos podrán entrar sin gravámenes para competir con las verduras, los granos y las frutas mexicanas, gracias al Tratado de Libre Comercio.

La gran mayoría de los expertos, analistas e incluso público en general, están de acuerdo en que el TLC ha sido bueno para México. Nos ha hecho más competitivos, ha mejorado los precios y la variedad de nuestro consumo y ha abierto mercados para los productos nacionales. Pero ese beneplácito generalizado podría quebrarse pronto.

Tiene razón el gobierno cuando afirma que es imprescindible ser más competitivos y estar a la par de los mercados internacionales. Pero resulta muy distinto cuando este principio general se aplica a los automóviles o al maíz. El año próximo también los autos tendrán una disminución importante de aranceles. Eso está bien. No hay justificación para que Ford produzca autos más caros para los mexicanos en Hermosillo que para los estadounidenses en Detroit. Pero el campo es otra cosa.

Un agricultor norteamericano recibe en promedio 20,803 dólares cada año por parte de su gobierno mediante subsidios a favor del campo. Los “farmers” han sido muy eficaces para organizar grupos de presión en Washington para negociar el voto de las regiones agrícolas y ganaderas (particularmente estados del medio oeste) a cambio de apoyos económicos sustanciales. Toda la ideología neoliberal que rechaza los subsidios y apela a la oferta y la demanda como únicos rectores en la vida de los negocios, se ha estrellado ante el poderoso lobby de los agricultores.

Pero no es el caso en México. Un productor del campo mexicano recibe 720 dólares de subsidio promedio por año. ¿Cómo se supone que va a poder competir frente a su contraparte estadounidense que goza de créditos, investigación, tecnología y subsidios 25 veces más altos? ¿Cómo justificar en nombre del libre comercio la confrontación de dos estructuras de producción tan desiguales? En otras áreas, la industria o las telecomunicaciones por ejemplo, la base a partir de la cual se compite es más pareja (las diferencias estriban en la desigualdad de los dos entornos); pero en el caso del campo el subsidio desigual hace de ésta una batalla perdida de antemano.

Ahora todos se hacen ascuas sobre el efecto que esta apertura tendrá en los 25 millones de personas que todavía dependen del sector primario en México. Sobre todo si consideramos que 45 por ciento de los campesinos viven en la pobreza casi extrema, según datos del Banco Mundial. Se afirma que en el sexenio anterior y en lo que va de éste 5 millones de campesinos han dejado el agro para convertirse en braceros o habitantes de asentamientos irregulares en nuestras ciudades. A partir del próximo año esta avalancha podría aumentar.

Estamos pues, frente al riesgo de una descomunal tragedia. Algunos representantes de asociaciones de productores agrícolas han intentado convencer al gobierno de renegociar los plazos de la apertura. Y en efecto, el gobierno de Fox ha tanteado el terreno pero Estados Unidos no quiere saber del asunto. El subsecretario de Agricultura estadounidense, J. B. Penn, respondió que México sabía de la apertura desde hace diez años y no supo ser previsor. “No quisiera estar aquí en noviembre de 2002 contemplando enero del 2003 y repentinamente tener un cúmulo de tarifas viniéndose abajo”, afirmó textualmente. Como dice una amiga: “es tu perro y tú lo lavas”.

El funcionario norteamericano tiene razón, al menos en parte. Los gobiernos mexicanos hicieron muy poco en estos diez años. Desde luego la situación del campo ni la manera en que se negoció el TLC son culpa de Fox. De hecho por lo menos uno de los miembros de su gabinete, Jorge Castañeda, fue un enérgico opositor ante algunas de las cláusulas de este tratado, justamente por el efecto que podría provocar en los sectores desprotegidos. Pero tenga responsabilidad o no, es al gobierno del Fox al que le va a estallar en la cara. Lo que sí es responsabilidad de su gestión es haber hablado tan frívolamente de un “blindaje” del campo cuando éste se encuentra tan desprotegido de las balas del comercio exterior.

Del otro lado, el subsecretario Penn se equivoca cuando cree que se trata de un problema ajeno. En las últimas tres décadas 21 millones de mexicanos han cruzado la frontera por carecer de empleo en el país y se han convertido en un factor social, demográfico y económico en Estados Unidos. Lo que suceda con estos 25 millones que aún viven en el campo mexicano seguramente tendrá un impacto de largo plazo allende la frontera. Los Estados Unidos deben entender que sus acciones provocan un relación de causa efecto. No pueden pretender liberar la frontera y subsidiar a una de las partes sin generar empobrecimiento y migración en la otra.

Ante esta inminente tragedia resulta imprescindible que ambos gobiernos escudriñen con presteza y responsabilidad soluciones para resolver o atenuar el problema. No podemos quedarnos cruzados de brazos y asumir como inexorable la inmolación de tantos mexicanos. (La mayor parte de las cifras citadas proceden de un reportaje de Juan Jesús Aznarez publicado en el periódico español El País, el pasado miércoles). jzepeda52@aol.com

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