He recibido un libro y unas páginas de internet que me mandó una señora muy alarmada ante la posibilidad de que la energía eléctrica caiga en manos de la iniciativa privada. El libro, más de 150 páginas sólidas de párrafos sin más receso que unas tablas estadísticas, no lo leí. Ya no tengo tiempo ni ojos para asuntos tan discutibles cuando aún no he podido darles una última lectura a los tesoros de Tolstoi, Proust, y los clásicos que han llenado plenamente el enorme espacio ocupado hasta mi adolescencia por el catolicismo familiar y sus monopólicas pretensiones.
Todos los monopolios tienen ventajas, aunque sus desventajas son aún mayores. En el caso de las religiones, la desventaja máxima es la pérdida del pensamiento libre: el criterio se somete a un pensamiento ajeno a cambio de una promesa de vida eterna, trato para mí inaceptable. En el caso de los gobiernos y los negocios, los monopolios nos privan de opciones y, de pilón, nos imponen los precios a su antojo. Y así llego a mi tema de hoy: la lucha entre los partidarios del monopolio oficial y los partidarios de la libre competencia en una materia que, después del agua, es la más importante en la vida moderna: la energía eléctrica.
Es elemental que con los precios del agua y de la luz no hay que jugar. Por lo mismo, yo, en teoría, soy partidario de que la energía eléctrica siga siendo un servicio público y parejo para todos los mexicanos salvo en ciertas regiones donde el costo de la distribución o las necesidades climáticas exijan tarifas diferentes.
Siendo muy fuertes los argumentos en pro del servicio público, el caso de la privatización no es deleznable. El argumento más fuerte a su favor es, a mi juicio, el hecho que, siendo la Comisión Federal de Electricidad un monopolio en la mayor parte del país, ahora no tenga dinero para costear la actualización que tanto se necesita. ¿Acaso nunca produjo utilidades? Si todas se gastaron en mantenimiento y renovación, entonces no fueron “utilidades”, cosa difícil de creer en una industria prácticamente monopólica. Y ¿qué se infiere de esta situación? Que el gobierno es, y siempre ha sido, un pésimo administrador de nuestros recursos, y no por falta de conocimientos sino por el exceso de parásitos de toda índole, comenzando por los sindicatos del ramo y terminando por las enormes “fortunas políticas” amasadas en la administración de la cosa pública.
Ahora bien: La noticia tomada de internet revela algo que aquí no lo había revelado públicamente ninguna autoridad: que el proyecto de privatización había sido elaborado por los cerebros de Enron, sino por los autores de esa quiebra gigantesca, sí por sus colaboradores. Sabemos, además, que esa quiebra repercutió en todas las grandes compañías energéticas de aquel país, inclusive la más ostentosa de todas, World.Com.
No creo que nos convenga para nada semejante socio, sea cual fuere su nombre, o sus prestanombres actuales. Pero independientemente de Enron y sus fechorías, nuestra propia iniciativa privada tampoco se ha lucido en su manejo de los bienes públicos que se le han confiado: e.g.los bancos. Estamos, pues, “entre la espalda y la pared”, como diría la señora Malaprop, y a mí no se me ocurre más que la solución más obvia: la de la economía mixta que, en retrospecto, no nos funcionó mal, aunque todos las ventajas logradas por ella hayan sido despilfarradas después por la inolvidable mancuerna de Echeverría y López Portillo. En otras palabras, mantener la situación existente con la CFE y la compañía independiente que surte al centro del país, pero con la inversión nueva en manos de una IP responsabilizada muy personalmente.
Y, desde luego, una reglamentación que debe presentarse previamente no sólo ante el Congreso sino también ante la opinión pública. Lo esencial será entonces la competencia tarifaria que tanta falta nos hace ahora con estas tarifas inmisericordes que ponen la luz por los cielos y no en el hogar de los trabajadores.