Recordar es traer del corazón al presente, las vivencias de tiempos pasados. Porque, “aquello de lo que nos acordamos es lo que nuestro corazón guarda y hace latir, y nos envía a la memoria”, dice Álex Grijelmo, en su obra: “La seducción de las palabras”.
El intenso frío que se abate sobre Saltillo y Torreón, me hizo recordar aquellas noches en que mi padre se cercioraba de que estuviéramos bien cobijados, al tiempo que nos decía: “Cúbranse bien, hijos. Porque va a ser un frío que hasta los ciegos lo van a ver”.
Eran esos días en que la larga espera comenzaba cuando don Ricardo, mi padre, llegaba a la casa y nos decía: “Ya vieron el cielo. Apareció el trineo y ha iniciado su descenso”.
Nosotros salíamos corriendo y evitando la luz de los arbotantes, tratábamos de ubicar en el firmamento la figura del trineo. Y en efecto, ahí estaba. ¿Sería la Osa Mayor, la que nosotros equiparábamos con un trineo?
De pronto, como si estuviéramos viendo un holograma, el firmamento se abría y nos dejaba ver el gran trineo en cuyo frente estaban sentados Santoclós y el Niño Dios y en la parte posterior, adivinábamos miles de regalos. ¡Nuestros regalos!
Y digo que el Niño Dios venía en ese mágico trineo, porque mis padres siempre nos dijeron que el Santoclós era sólo el ayudante del Niño Dios. Quien decidía la distribución de los regalos era ÉL y nadie más que ÉL.
Por estos días, repito, se iniciaba la larga espera que culminaba la noche del veinticuatro de diciembre y mi barrio, ese viejo y querido barrio de la Degollado, se comenzaba a vestir de luces.
Como las puertas de todas las casas permanecían abiertas hasta ya entrada la noche, desde afuera se podían admirar los árboles de Navidad, las mesas decoradas con manteles con las flores de Nochebuena y desde ahí era posible percibir el olor del pino y el de la gobernadora.
Era todo un rito ir con mis padres a la Alameda, a escoger el árbol de Navidad. Hubo años en que don Ricardo decidió que debíamos comprar dos pinos para colocarlos a los lados del Nacimiento. En otros, aunque fuera sólo uno nos lo llevábamos, porque mi padre podría verse obligado a racionalizar el gasto en otros rubros, pero no en todo cuanto se requería para pasar esa fiesta con la alegría y la parafernalia que la misma demanda.
Enseguida, íbamos a comprar el musgo, la gobernadora, el pelo de ángel y a reponer uno que otro pastor o borrego, que por alguna razón se hubiera roto un año antes.
Noche tras noche, salíamos a ver el cielo y podíamos jurar que el trineo avanzaba lento pero seguro en su camino hacia la Tierra.
Más luces y más olores inundaban el barrio cada noche, pues como no todos tenían el mismo tiempo para arreglar sus casas, cada día aparecían nuevos adornos, coronas, velas y flores en los pórticos y ventanas de las viviendas de nuestros vecinos.
Claro está que los niños de cada familia, apresuraban a sus padres para que pusieran los adornos. Se nos hacía que a la casa en donde no hubiera arreglos no llegaba el Niño Dios y, como consecuencia lógica, los infantes que en ella habitaban se quedaban sin regalos.
Los llamados y amonestaciones para que fuéramos a la cama a hora prudente, disminuían notablemente en los días previos a la Navidad, pues se nos insistía en que si el Niño Dios no veía que en una determinada casa los niños estaban en sus camas cotidianamente, ahí no dejaba regalos, pues era señal de que en ella no había a quién entregarle esos presentes.
El gozo aumentaba cuando mis padres nos llamaban para que les ayudáramos a poner el Nacimiento y a decorar el árbol. No había cosa que nos pidieran, que no realizáramos con eficacia y diligencia. Nos urgía ponerlo todo a fin de que mi madre seleccionara el día en que era ya oportuno acostar al Niño. Su figura, fue una figura muy bella, hasta que un día, un traspié dio al traste con ella.
El día en que mi madre efectuaba esa ceremonia, no repelábamos por tener que rezar el rosario y responder completa a la larga letanía que mi madre se sabía de memoria desde que era muy pequeña y ante el asombro de propios y extraños mi abuela la ponía a dirigir el rezo, lo cual hacía, desde entonces, sin titubeos ni equivocaciones.
Una vez que acostábamos al Niño, el Nacimiento estaba completo y nunca faltó en él, el lago de espejo en que “nadaban” los patos, ni el ermitaño saliendo de su cueva en cuya parte más alta se encontraba sentado el diablo que acechante esperaba hacerlo caer en la tentación.
No importaba cuán cansado llegara mi padre del trabajo, pues muchas de aquellas noches, acabando de cenar, nos llevaba al centro para ver los aparadores de las tiendas en donde se exhibían cantidad de juguetes estratégicamente colocados entre maravillosos adornos, como la banda de música que una y otra vez tocaba las bellas canciones de Navidad.
Todo en esos paseos era correr de un lado para otro de los aparadores y gritarle a mis padres para que vinieran a ver los juguetes que más nos llamaban la atención.
Ellos aprovechaban esas ocasiones para inducir nuestras preferencias a fin de que el Niño Dios complaciera nuestros deseos. No querían exponerse a berrinches y reclamos en la mañana del veinticinco.
Siempre nos convencían de qué juguetes eran los que más disfrutaríamos y a la vuelta del tiempo he llegado a admirar el enorme poder de convencimiento que tenían sobre todos nosotros.
La madrugada de Nochebuena, todo era asombro y regocijo en la casa, pues nuestros deseos se veían cumplidos y a veces con mucha largueza.
En las primeras horas de la mañana siguiente, el barrio se llenaba de juegos, juguetes nuevos y alegría desbordada. Cada cual presumía sus regalos, pero nadie quería soltarlos y menos prestarlos.
En fin. Son tantos y tan buenos los recuerdos de aquellos días, que necesitaría más tiempo y espacio para contarlos.
Con acierto sostiene Gabriel García Márquez en sus memorias, que: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.