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La nueva mitología: las leyendas urbanas

Francisco José Amparán

Comentábamos la semana pasada cómo ese ente escurridizo que es la originalidad sufre hoy en día graves y frecuentes reveses debido a que, en muchas instancias, ciertas historias se reciclan una y otra vez (de manera inconsciente, además), apareciendo en distintos lugares y tiempos, como únicas y verídicas... siendo que no son sino una transpolación de ciertos mitos que, por su pegue, tienen un buen rato siendo dignos de contarse al calor de media docena de aguados jaiboles y docena y media de canapés al punto de la desintegración. Todos hemos oídos esas historias; todos las hemos repetido. Y sin embargo, continúan teniendo cierto encanto. Son lo que se da en llamar “leyendas urbanas”.

El sitio define una “leyenda urbana” como una historia con tintes macabros que tiene apariencias de veracidad, proyecta un mensaje medio moralino, y se cuenta como si alguien más (SIEMPRE es alguien más) que no es el narrador hubiera sido testigo, mirón o íntimo conocedor del suceso. El detalle es clave: quien la cuenta debe jurar y perjurar que la historia es verídica... y que a él no le consta. Gracias al avance de las telecomunicaciones, lo que era una leyenda urbana norteamericana (o ni eso: apenas circunscrita al Medio Oeste), ahora ocurre en lugares exóticos y nada cosmopolitas del Tercer Mundo. Sea por Dios y la globalización. Como ejemplos, tres típicos: dos vernáculos y otro del inagotable mundo del espectáculo.

Quisiera saber si el lector no ha escuchado nunca las siguientes historias, un par de las cuáles ocurren además (según el narrador en turno) en las proximidades del Bolsón de Mapimí; si no las conoce, entonces los últimos diez años los ha pasado en las cuevas de Tora Bora o en la Selva Lacandona en donde, como otras gentes aisladas del mundo real, tampoco se ha enterado que ETA es una organización bestialmente criminal :

a) Un tipo conoce a una tipa en Mazatlán; pasan una noche apasionada y fogosa. Al día siguiente, el tipo despierta solo, y en el espejo del baño encuentra escrito con lápiz labial el mensaje: “Bienvenido al mundo del SIDA”.

b) Un chico y una chica se lanzan a eróticos devaneos automovilísticos extramuros (o séase, lejos del mundanal ruïdo). Luego de ardua faena, el tipo deja el carro para hacer pipí o porque oye algo raro (lo que resulta inconcebible, imaginando los ruidos previamente producidos dentro de la unidad automotriz). Después de un tiempo en soledad, la chica escucha que algo roza el capacete del vehículo. Cuando finalmente se digna a asomarse, ve que el chico está pendiendo de un árbol (que ha de ser un solitario pinabete, si el hecho ocurre en La Laguna), destripado (el chico, no el pinabete), con el cráneo hecho puré, bamboleándose sobre el techo del carro. La chica sale corriendo enloquecida y termina de porrista del Necaxa, correctora de estilo del Sub Marcos o alguna otra profesión igualmente deleznable. Al asesino no lo encuentra ni Giulianni.

c) En la película “Tres hombres y un bebé”, en una escena se ve al fondo una figura borrosa y fantasmagórica. Se asegura que, en la casa en que se filmó la película, un niño sufrió una muerte violenta y se apareció en plena filmación, siendo captado por la cámara.

Pues bien, esos tres chismes se repiten, con variaciones en el lugar (San Remo, Marbella, Tahití), árbol (pinabete, álamo, palmera), y motivo de la aparición (el niño se suicidó, mató a sus papás, se perdió dentro del último juego de video) en prácticamente todo el mundo occidental. Esas historias le están dando la vuelta a Europa y América desde quién sabe cuándo, y siguen repitiéndose de boca en boca: son la moderna mitología. En ausencia de un Zeus imaginativo y lujurioso; o de santos que levitan o caminan sobre el mar, en el siglo XX (y XXI) hemos creado nuevos personajes y aventuras qué contar en torno a una fogata. O, seamos realistas, alrededor de una ristra de chilacas rellenas de queso, al borde de la incineración. Para el caso es lo mismo: cierta lumbre para iluminar el desconcierto.

Estas “leyendas urbanas” tienen el encanto de lo macabro, la plausibilidad de lo grotesco (si existe el PSN en la Cámara de Diputados, ¿por qué no un destripador en Cuatro Ciénegas?) y una moraleja que nos recuerda que pecar y hacer el mal siempre se pagan. Claro, nadie puede decir a quién le escribieron el mensaje en el espejo (ni si la tipa estaba tan cuero que haya valido la pena la infectada); ni cuándo o dónde ocurrió el destripe del ardiente galán; ni en qué casa se filmó la célebre película de Ted Danson, Tom Selleck y Steve Gutemberg (en realidad, fue en un estudio). El chiste es creérselo, y estremecerse de miedo... y contarlo a quien quiera oírnos. O aunque no quiera, total. Algún precio ha de pagar el cuñado por arrimarse a la hielera con las cheves, ¿no?

Nuestra necesidad de creer en estas patrañas tiene que ver con la esencia misma del hecho de ser humano. ¿A quién no le encanta una buena historia terrorífica que le ocurre A OTRO? ¿El cuál, además, andaba de lángara y promiscuo? ¿Quién (excepto bin Laden y sus lamentables seguidores) no aprecia una buena dosis de humor negro? ¿Y quién tiene el corazón tan endurecido como para dudar que el diablo se apareció en una discoteca lerdense? Estamos tan decepcionados con la realidad (especialmente teniendo a quienes tenemos en Los Pinos y las Cámaras) que podemos darle el beneficio de la duda a cualquier tontería que nos cuenten, si tiene la suficiente dosis de fantasía y escalofríos. Si además eso convierte a cualquier pelagatos en el corazón de la fiesta, la receta para volverse cuentacuentos es incontestable.

En muchos casos las leyendas no son otra cosa que la deformación de un hecho histórico cuya esencia se perdió en la noche de los tiempos... pero no su memoria. Por ejemplo, la anécdota de los enamorados fajadores que son atacados por avieso psicópata mientras andan en lo oscurito parece derivarse de una cadena de asesinatos de noviecitos cerca de Texarkana, Arkansas, allá por 1949. O de las andanzas del hoy olvidado Caryl Chessman, quien sorteó durante años y años la pena de muerte (y escribió, mientras esperaba la ejecución que al fin llegó, un par de novelas no tan malas). Las historias de espectros en películas se remontan, por lo menos, a “El Mago de Oz” (1939) en donde se supone aparece en escena ¡el suicidio de un tramoyista! (En realidad es una grulla aleteante que anda suelta por ahí). Total, que para variar, la imaginación es más interesante que la realidad... como casi siempre.

Ah, y por cierto. El niño fantasma de “Tres hombres y un bebé” es en realidad... una figura de cartón, en tamaño natural, de Ted Danson. Quienes quieran saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad (¡Lo juro!), recurran a , el mejor lugar en la red para averiguar sobre (y cotorrearse de) las múltiples leyendas urbanas que nos circundan cual luciérnagas en pantano al borde de la desecación para crear fraccionamiento de lujo. Amén.

PD: Espero, por supuesto, que me comuniquen sus “leyendas urbanas” (o suburbanas... pero no me cuenten nada del Chupacabras ¡por favor!) situadas en La Laguna, para futuros cotorreos... y cadenas de escalofríos.

Que sueñen con los destripadores de lascivos pinabeteros. Y también con los angelitos, total.

Correo: famparan@campus.lag.itesm.mx

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