Sé que esto no le caerá bien al compañero de estas páginas Armando Camorra; pero quizá dentro de cierto tiempo Lord Feebledick no podrá sorprender a Lady Loosebloomers en amoroso consorcio con el toroso guardabosques Wellhan Ged, a su regreso de la cacería de la zorra. No porque la susodicha dama haya paliado sus torvos arrebatos y dejado de bailar recio (como dice una tía mía de quienes andan en esas lides); o porque el robusto mozo haya visto desfallecer su hombría y renunciado por ello a la lucha (libre) de clases. Sino simplemente porque, si algunos grupos británicos de los llamados “verdes” se salen con la suya, la cacería de la zorra, esa actividad tan inglesa como el té a las cinco y el resolver crímenes insolubles, quedará prohibida; o por lo menos, sumamente limitada.
Desde hace ya buen rato esa forma de disponer de los rojizos cánidos ha estado sometida a fuego graneado en las Islas Británicas. Los grupos protectores de animales se quejan de la cruel muerte (a punta de mordidas de sabueso) que se le inflinge a un animal que a nadie hace daño. Otros argumentan que una costumbre medieval como ésa no debe tener cabida en el mundo moderno. Por supuesto, en las críticas de vez en cuando se columbra un cierto rencor hacia una clase social que no pocos ven como parasitaria, y que prefiere andar en tan poco productivos afanes mientras sube el desempleo, baja la libra esterlina y Tony Blair anda presentando dossiers sobre Iraq que ameritarían una calificación reprobatoria si los entregara como trabajo final de preparatoria.
A muchos les puede resultar bizarra una discusión de este tipo; después de todo, la caza de la zorra es una rara costumbre del Viejo Mundo (aunque en las afueras de Los Ángeles hay un club de cazadores ¡de coyotes!, con la misma parafernalia y gustosos fines de expedición regados con buen vino) que sólo vemos en las antiguas películas de Bond, James Bond. Pero, como tantas tradiciones británicas, ésta va a ser defendida a capa y espada por los conservadores y costumbristas de siempre. Y no sólo porque detesten a las zorras; sino porque la cacería con perros es el emblema de una lucha más amplia.
Hace una semana, más de 300,000 personas provenientes de todas las zonas rurales de Inglaterra se congregaron en Londres para protestar por lo que ellos consideran la desaparición de toda una forma de vida. Fue la mayor manifestación de su tipo que se recuerde. Había granjeros, estableros y criadores de puercos. Pero también desfilaron no pocos lores, earls, condes, vizcondes, duques y miembros de la llamada nobleza menor: ésos que sólo sirven para salir retratados en el “¡Hola!” y engendrar hijas de casquivanísimas costumbres (con las que nunca nos hemos topado, ¡bah!). Con los pantalones de pana y chalecos de cuero se mezclaron los más finos tweeds y casimires. Pero el clamor era el mismo: la vida rural inglesa está desapareciendo debido a las medidas de los Euroburócratas de Bruselas, los bajos precios de los productos agrícolas y las persistentes metidas de narices de grupos que en su vida han salido del asfalto, pero que parecen empeñados en decirle a la clase rural cómo debe vivir su vida. Como ejemplo de ello ponen el cabildeo para prohibir la cacería de la zorra, una actividad de tanta tradición, y que no tiene por qué importarle a esas orquídeas de pavimento.
La manifestación tomó por sorpresa a propios y extraños: nadie se esperaba semejante cantidad de gente, ni que se comportara tan festiva y pacíficamente en las entrañas de la capital del ex imperio: al parecer, los londinenses pensaban que les iba a caer una horda de bárbaros con trinches y machetes Atenqueros, dispuesta a tumbar la estatua de Nelson en la Plaza Trafalgar nomás de puros puntos, como si de CeGeHacheros se tratara.
Pero no sólo el número y buena conducta de los protestantes resultó sorprendente; también lo fue el que contaron con un apoyo (silencioso, pero apoyo) de bien arriba.
El mismo día de la demostración se le filtró a la prensa una carta de Carlos, Príncipe de Gales (mejor conocido entre la raza como “El Orejón”) dirigida al Primer Ministro Blair, en el que defendía no sólo los reclamos de los campiranos en general, sino la cacería de las rapozas en particular. Lo que no debería de sorprender a nadie: la casa de Windsor se ha dedicado a la caza de la zorra (y no, no es un albur con respecto a Camilla Parker-Bowles) desde siempre. De hecho, los hijos de Carlos andaban en esas andanzas cuando salió a la luz pública la defensa de su padre a tan ameno deporte... o como se le quiera llamar.
Así pues, de nuevo nos encontramos con un resabio de tiempos más tranquilos y bucólicos (bueno, la zorra no diría lo mismo) amenazado por la post modernidad y lo políticamente correcto; con el intento de mantener una forma de vida (en muchos sentidos preindustrial, como el pensamiento priísta) que es considerada un anacronismo por amplios sectores de la sociedad. Nos hallamos ante el choque de una tradición centenaria contra los nuevos conceptos de lo que es bueno y tolerable. ¿Quién tiene la razón?
Lo interesante es que quienes defienden la cacería y todo su impresionante ritual (no nos hagamos locos, SÍ es impresionante) asumen el papel de víctimas. Quienes entrenan perros para que destrocen a dentelladas a otro animal indefenso arguyen que están siendo atacados por los extraños enemigos de lo que podríamos llamar “la britanidad”; y que si esos “masiosares” se salen con la suya, la identidad inglesa va a ser borrada entre una marejada broncínea de inmigrantes y un alud de papeles generados por las sanguijuelas de Bruselas y Estrasburgo. (Sí, como parece ya ser costumbre en la Europa con la que nos ha tocado lidiar, no podía faltar el ingrediente racial y euroescéptico en todo esto). Si se fijan, es adoptar el papel del coyote de la caricatura: él es el cazador, él es quien se quiere comer al otro; pero siempre resulta la víctima, a consecuencia de sus desaguisados.
(No me malinterpreten: SIEMPRE hay que irle al coyote. Quienes simpatizan con el correcaminos son personas indignas de confianza, posibles seguidores del América y los Vaqueros de Dallas, y capaces de defender a Romero Deschamps y gente de esa estofa).
Por otro lado, la decadencia y caída de la forma de vida rural inglesa nos puede llevar a establecer algunos paralelismos; y a cuestionarnos: la neta, la neta, ¿alguien añora el México calzonudo y cancionero tipo “Allá en el rancho grande”? ¿Hay quien quisiera vivir en una casa (y con una abuela) como la de “Los Tres García”? ¿Alguno de mis sufridos lectores preferiría pasar su vida en un poblado polvoriento y sometido al capricho del cacique? Claro que la vida en el campo es más pacífica y sosegada... si uno es líder de la CNC. Pero ¿quién quiere realmente vivirla? A todo esto, ¿todavía hay líderes de la CNC? De hecho, ¿existe aún la CNC?
Misterios de la vida rural mexicana.
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