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Las laguneras opinan.../De una ventana rota al crimen ¿sólo hay un paso?

Laura Orellana Trinidad

“Si una ventana en un edificio está rota y no se arregla, las ventanas restantes pronto estarán todas rotas. Una ventana rota sin arreglar es una señal de que a nadie le importa, por lo que romper más ventanas no cuesta nada”. Esta es la analogía utilizada en el libro “No más ventanas rotas” para explicar el proceso de violencia y deterioro que experimentan hoy las grandes urbes. En éste se exponen las tesis y experimentos realizados para llegar al paradigma policiaco que aplicará Rudolph Giuliani, ex alcalde de Nueva York, en la capital de nuestro país, con el objetivo de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.

El supuesto principal de George Kelling y Catherine Coles es muy sencillo y va en espiral: los pequeños rasgos de desorden social (basura en las calles, un auto abandonado, pandillas de jóvenes en los parques, el graffiti, entre muchos otros) dan lugar al deterioro urbano; ante este deterioro, las personas toman decisiones individuales como protección: abandonar el barrio, comprar armas y perros, no utilizar el servicio público, encerrarse en sus casas. Lo anterior lleva a una baja estima en la comunidad, a un desplome de los bienes raíces en ese lugar, a la caída del comercio en la zona, hasta que el barrio cae en picada a delitos graves.

Explican que todos los programas que pretenden erradicar la violencia en las ciudades comienzan al revés, por los delitos graves, cuando lo importante es la petición constante de los ciudadanos: recuperar las calles y perder el temor de andar en ellas. Lo básico —señalan— es impedir el desorden concretado en “mendicidad agresiva, prostitución en la calle, ebriedad y consumo de licor en la vía pública, conducta amenazante, hostigamiento, obstrucción de las calles y espacios públicos, vandalismo y graffiti, orinar y defecar en la vía pública, venta ambulante sin licencia, limpia del parabrisas sin consentimiento y otras similares”. Esta definición implica serias discusiones que los mismos autores plantean: por un lado se encuentra la corriente social que alienta los derechos individuales como absolutos y divorciados de las responsabilidades y obligaciones, sobre todo en cuanto a las formas de desviación no violentas, como las que hemos mencionado; por otro, el peligro de que bajo estas nociones se ataque a los pobres, las minorías, los jóvenes. Insisten en que a pesar de estos obstáculos es posible recuperar la ciudad, como se ha hecho en Nueva York, mediante el consenso de normas de conducta aceptadas para todos.

George Kelling, en los setentas, puso en práctica un experimento sencillo, pero muy exitoso, en Nueva Jersey: se asignó un número de policías en los vecindarios haciendo “patrullaje a pie”. Así, los policías se integraron a las comunidades y eran conocidos por su nombre. Estuvieron al tanto de los problemas locales, asumieron responsabilidades por determinados lugares o personas, desarrollaron fuentes de información, vigilaron “espacios de riesgo”. Entre ellos y los ciudadanos establecieron “reglas de la calle” que cambiaban de barrio en barrio. En algunos, sólo como ejemplo, se permitía a un mendigo andar por la calle, pero que no pidiera a los transeúntes o a los que esperaba un autobús (se consideraba amenazante); se aceptaba que se sentaran en las puertas de las tiendas, pero que no se acostaran ahí. Con esto se disminuyó el temor y se elevó la autoestima de los residentes en ese lugar. Se testificó que los oficiales estaban favorablemente dispuestos hacia los ciudadanos y tenían una moral más alta que los que patrullaban en automóviles. De hecho, estos últimos nunca se integraban porque al permanecer sobre un coche se desalentaba el contacto con las personas. Los autores consideran que el patrullaje con autos y sirenas aullando, es escandaloso pero totalmente pasivo.

Otro experimento que coincide con las “ventanas rotas” es el “Programa vagón limpio”, que logró retirar el graffiti del metro en esta urbe. Parecía imposible porque se habían hecho muchos intentos. Uno de ellos era detener a los jóvenes y obligar a limpiar los vagones, pero fracasó: el arresto de los jóvenes graffiteros se incrementó anualmente sin ningún resultado. El proyecto funcionó así: cada uno de los vagones que iba entrando al programa y era limpiado, no se volvería a usar mientras estuviera pintado con graffiti. Si acaso llegaban los jóvenes a poner sus marcas sobre éste, el personal encargado lo limpiaría en un lapso de dos horas o sería sacado del servicio hasta que se limpiara. Se asignaron policías de tiempo completo para viajar en los primeros trenes limpios y protegerlos en patios especiales y se elaboraron programas de arresto, sólo para los graffiteros que afectaban los trenes limpios. Uno a uno los vagones fueron entrando, hasta que el metro alcanzó la pulcritud. Éstos son sólo dos ensayos de los muchos que comentan los autores.

Giuliani escuchó hablar del programa “ventanas rotas” y el “patrullaje a pie” de Kelling y lo llamó para discutir el modelo y aplicarlo en Nueva York. El resultado: los índices de criminalidad bajaron drásticamente. Hoy la iniciativa privada mexicana y el gobierno de la ciudad de México se unen para invitar a Giuliani a enfrentar —quizá— un reto más grande que el norteamericano, pues tendrá forzosamente que adecuar la propuesta al contexto mexicano, pues los indigentes agresivos de los que se habla en “No más ventanas rotas”, no los encuentro en mi país; es imperativo también que la corrupción entre los policías debe concluir. Sin embargo, creo que las ciencias sociales pueden aportar mucho a este problema y no dudo que todos estaremos al tanto de las evidencias: ¿a quién no le gustaría andar por las calles sin miedo?

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