Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro... Hace tiempo se consideraba que la realización de estas tres actividades garantizaba el cumplimiento de una vida; algo así como la cuota a la que estamos obligados por la gracia de vivir y que una vez pagada, nos hace sentir satisfechos. Sin embargo, creo que el día de hoy este razonamiento no sólo resulta cómodo e irresponsable, sino que da lugar a que millones de personas duerman en sus laureles, suponiendo que han cumplido su humana misión, mientras el mundo rueda lleno de carencias, falto de propuestas para crecer, mejorar o, al menos, para recuperarse de tantos males que material y moralmente le causamos.
En los días previos a Semmelweis, cuando la fiebre puerperal acababa con la mayor parte de las mujeres que daban a luz y con una buena cantidad de los neonatos que se quedaban sin sustento, o en los tiempos en que quien escribía libros tenía que contratar amanuenses para copiarlos –labor de toda una vida– en pergaminos condenados a desaparecer entre la polilla o escondidos en la biblioteca secreta de un monasterio, cumplir con los actos más nobles para la trascendencia del ser humano resultaba una verdadera prueba, extremadamente difícil de pasar. La plantación del árbol era fácil: había más espacio y no era posible encontrar establecimientos que le vendieran a uno productos deshidratados para condimentar o para hacerse un té, ni refrigeradores con jugos concentrados y vegetales precocidos que reviven por obra de las microondas. Además, como tampoco había empresas multimillonarias que vendieran armamentos al por mayor y a cualquier cliente que los pagara, hombres y pueblos se veían obligados a plantar árboles para proveerse no sólo de sombra, frutos y maderas para la construcción, sino de materia prima para confeccionar sus aperos de labranza y de batalla. Pero hay que recordar que la prueba implica los tres actos: hijo, libro y árbol, y así como en el pasado los dos primeros resultaban dificultosos, en el presente, al contrario, son tan fáciles que se han convertido en calamidades. La sobrepoblación y la paternidad irresponsable son problemas de carácter social, moral y económico que amenazan al mundo, mientras que la imprenta (y sus modalidades cibernéticas) resulta subversiva, deformadora, maligna.
En cuanto al hecho de plantar árboles (en nuestra región acto únicamente posible dos días antes de la visita de un primer mandatario o candidato a tal), parece ser el imposible, dado el deterioro ambiental y la falta de espacio que ya se saben. La gente, sin embargo, se queda confiada, pensando que el bonsái que compró en la esquina o la sábila que tiene en una maceta, o tal vez la cannabis que ha cultivado con esmero esperando salir de pobre, conformarán la triple acción que supone el visto bueno de una vida. Ingenuotes. Tras el acto de dar a luz hijos o libros hay una infinidad de tareas y responsabilidades para cuyo cumplimiento no basta la vida: todo está por hacer.
Si como humanos, cuando las dificultades de la existencia nos agobian, cuando no encontramos sentido a las cosas o no hallamos la manera de ser felices, le reclamamos a Dios que nos haya creado, a pesar de las maravillas que somos, contemplamos y vivimos a cada instante, ¿qué de reclamos no habrá en la conciencia de nuestros hijos cada vez que reciben un no, o un sí que los daña, cuando adquieren un mal hábito del que somos responsables por no haberlo eliminado a tiempo, cuando ignoran una respuesta y suponen que debimos habérsela enseñado, cuando buscan un ejemplo que no les damos, o reciben uno que no debiéramos darles, o cuando sienten un dolor, cuando viven una angustia, cuando tienen miedo, cuando se sienten débiles, cuando se hacen fuertes a costa de los demás y entienden que son cínicos, abusivos, injustos o delincuentes por culpa de sus padres? Indudablemente hay más cosas buenas que malas en las relaciones padres-hijos, pero son las malas las que se reclaman y son las buenas las que nos obligan y ninguna de ambas concluye con el alumbramiento, sino que a partir de entonces crecen y se multiplican sin que parezcan tener fin.
Aunque de naturaleza y origen enteramente distintos, los libros nos obligan por igual, con el agravante de que nuestro influjo no queda en una persona o en dos, sino en cuantos para bien o para mal se acercan a ellos, penetran sus ideas, las aprehenden y a partir de entonces piensan algo nuevo, adquieren un concepto vital o destructivo, escriben una palabra, despiertan una inquietud, descubren una posibilidad, todo lo cual puede ser bueno, noble y enriquecedor, o mediocre, envilecedor y negativo. (Aquí pudiera caber el triste razonamiento paliativo de que “poca gente lee”. Pero precisamente por eso, porque hay pocos filtros, porque no se está desarrollando un criterio lo suficientemente sólido para evaluar y separar el paja del grano, la obligación es mayor). ¡Cuánta responsabilidad hay en cada página que se entrega a la imprenta y qué pocas veces tomamos conciencia de ello!
La reflexión sobre la vida se impone cuando celebramos la muerte. Y digo “celebramos” no con el espíritu cristiano que debiera, sino con el espíritu mexicano que me obliga. Es 2 de noviembre y una vez más, el artilugio de disimular con bromas, altares de muerto y guisos típicos el rigor de la muerte se hace presente. Mi casa vuelve a instalar esa ofrenda donde hay ya más muertos que vivos a su alrededor; el respeto que los difuntos suelen infundir en los vivos cambia por ternura y el recuerdo nos llega purificado de los malos momentos, vestido sólo de imágenes agradables, buenos ratos, anécdotas chuscas, cosas dignas de recordar.
Nos llenamos de cempasúchil y de incienso y reímos de los males del año convertidos en calaveras. Estoy pronta para morder la mía, azucarada pero sin orejas, y mientras lo hago pienso... Cuántas cosas nos da la vida, cuántas oportunidades, cuántas razones para quererla. Hijos, libros, árboles...¿Habremos cumplido? Ojalá que lo que hagamos de bueno y bien se implante en la imaginación de los demás, conocidos o ajenos, y eche raíz y dé fruto. Porque si la muerte propia no nos preocupa, en cambio cómo nos hace temblar por los demás, los pasajeros y la carga de esta nave (familia, trabajo, amigos) que venimos piloteando y que alguna vez tendremos que dejar. E igual que el siempre repetido ritual de convidar a los muertos –los que se fueron, dice mi mamá sin atreverse a pronunciar la palabra que sólo será real cuando los olvidemos–, otra vez habremos de pedir la lucidez final, a la hora que se nos haya señalado: “le pido a Dios, por lo que Dios más quiera transparente mi muerte”. Y a esa parte de mí, tan querida, que se pone en crisis cuando de vida y muerte hablamos, anticipándole el obligado adiós le diré, haciendo mías las palabras que Marguerite Yourcenar le diera a Adriano: “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...”
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