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Law sin orden (ni diócesis)/los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

La semana pasada ocurrió algo que, en primera instancia, puede parecer un suceso relativamente poco importante. Pero que, bien visto, podría ser un acto seminal, de los que abren brecha y dejan una huella profunda y duradera. Dependiendo de cómo peguen las ondas de choque que sin duda producirá, es posible que se decida el curso a seguir por una institución mundial y secular en los años por venir. En un segundo intento (el primero fue en abril), la renuncia de Bernard Law, arzobispo de Boston y Príncipe de la Iglesia, fue finalmente aceptada por el papa Juan Pablo II hace unos días. Ello, como colofón de la ola de escándalos sexuales que han plagado a esa (y otras) diócesis en los últimos dos años.

Claro que el caso de Law era notable. No sólo la de Boston está considerada la diócesis más influyente en el catolicismo americano; no sólo ahí se dieron más crímenes (¿hay otro término?) de esa índole que en ninguna otra; sino que, por orden judicial, sus archivos fueron abiertos al escrutinio público, y de esa manera la prensa y muchos católicos conscientes pudieron constatar cómo Law y los suyos ocultaron, solaparon y de hecho ayudaron a pedófilos y corruptores de toda laya durante décadas. La oleada de demandas que ello ha provocado puso a la diócesis en situación de bancarrota legal: otra buena razón para renunciar. Y no sólo eso: en una medida casi inédita, cerca del diez por ciento de los sacerdotes bostonianos firmaron una carta pidiéndole a su obispo que, por el bien de todos, ahuecara el ala.

Lo que no resultó tan excepcional fue que Juan Pablo II rechazara la renuncia de Law hace ocho meses. En aquel entonces el punto de vista del Vaticano era que el escándalo global de pedofilia en Estados Unidos estaba siendo artificialmente creado por la prensa; que en todo caso era un fenómeno circunscrito a la muy permisiva y disipada sociedad norteamericana; y que la ropa sucia color púrpura se lava en casa, y que nadie debía meter las narices en los muy internos asuntos de la clerecía. Desde la perspectiva medieval del Trono de San Pedro, el haber aceptado entonces la renuncia de Law hubiera equivalido a darle la razón a quienes clamaban por una revisión a fondo de los usos y procedimientos de una institución que, no es por nada, pero tiene entre sus filas a la burocracia más antigua del mundo. Y eso sí que no.

Lo interesante de que ahora el Papa haya aceptado la renuncia de Law, precisamente, es que al parecer la presión de los medios de comunicación, grupos católicos laicos y no pocos religiosos íntegros, por fin hicieron mella en la concha de quelonio de las autoridades del Trastébere. Claro que la progresiva bancarrota moral y económica de la diócesis de Boston jugó un papel importante; pero quizá más importante fue que, por primera vez en esta generación, lo que damos en llamar “opinión pública” pudo pesar a la hora de tomar decisiones entre las más elevadas jerarquías católicas. Tarde pero seguro: desde cierta óptica, hasta estos días están empezando a dar frutos algunas de las reformas más audaces del Concilio Vaticano II, de hace cuarenta años.

Y es que a pesar de que el Güero Chuy inició un movimiento relativamente democrático, donde todos comían en la misma posada (aunque los Evangelios nunca dicen quién apechugaba con la cuenta) y se echaban la siesta en el mismo huerto, a partir del siglo V la Iglesia se fue jerarquizando más y más, estratificando sus mandos y piramidando la toma de decisiones. Ya para el siglo XII era evidente que la Ecclesia (“reunión” o “asamblea” en griego) estaba dividida entre los de arriba, la clerecía; y los de abajo: la raza, la pelusa, el pópolo, los de Sol (y Sombra Norte), los que no habían recibido la orden sacerdotal. Llegó a tales niveles la separación entre clérigos y seglares que no tardaron en surgir algunos movimientos que pretendían devolverle a la Iglesia su pobreza y humildad originales, o de plano plantear una refundación. Algunos (como el de los bogomilos o, aunque son harina de otro costal, los albigenses) fueron reprimidos violentamente; otros, como la Orden de San Francisco, sobrevivieron a duras penas (¿Se acuerdan de F. Murray Abraham queriéndoles clausurar el changarro en “El nombre de la rosa”?). Pero el Vaticano se negó a reformarse a fondo.

(A propósito del Santo de Asís: hace unos días volví a ver la película de Zeffirelli “Hermano Sol, Hermana Luna”, que en mi memoria obnubilada por el vodka y la nicotina recordaba con agrado. ¡La diferencia que hacen 30 años, y lo que es la inocencia de los 15 de edad! El filme es un bodrio: el argumento es un churro infumable, la música de Donovan no sirve ni para atarantar en un elevador, y lo más interesante es ver a Obi Wan Kenobi vestido de Papa: ese Alec Guiness de veras que era versátil).

Fue el trauma de la Reforma Protestante lo que llevó a Roma a plantearse nuevos usos y costumbres. El Concilio de Trento de fines del siglo XVI tuvo ese objetivo, y resultó exitoso, en el sentido de que limpió mucho de lo que estaba percudido... aunque el cisma ya no tuvo remedio: la cristiandad se había partido en tres (los ortodoxos ya habían agarrado por su lado desde el siglo XI). Y así pasaron otros quinientos años.

Finalmente, hace cuarenta, Juan XXIII, “el Papa bueno” (y dejen ustedes lo bueno, lo aventado), decidió que era hora de hacer una revisión a fondo no sólo de la Iglesia, sino también de sus relaciones con el mundo. Se cambiaron muchas formas (la misa en lengua vernácula) y procedimientos (mayor participación de los seglares) pero algunos temas resultaron intocables. Entre ellos: el celibato sacerdotal y la rendición de cuentas de los pastores a las ovejas. La soberbia de la casta sacerdotal se impuso: el mundo había cambiado, pero no tanto.

Ahora que ha estallado el escándalo, y más y más católicos elevaron la voz pidiendo que la Iglesia hiciera algo más que echar tierra a tan sórdidos asuntos, pareciera haber un leve golpe de timón... o al menos así leen algunos la renuncia de Law, y el que Juan Pablo (quien, la verdad, no es mucho más conservador que la mayoría de los Papas del último siglo... y ya dejen de colgarle esa fácil etiqueta) haya dado su brazo a torcer. ¿Será éste el primer paso hacia una democratización (y su prima hermana, la rendición de cuentas) de la Iglesia Católica de cara al siglo XXI?

Ojalá. La pedofilia entre cierto número de sacerdotes no es el problema principal: sí lo es el no reconocer que ese problema existe, disfrazarlo, anatematizar a quienes lo señalan. Hacer como que no hay reclamos y poner oídos sordos a la exigencia de los seglares de discutir asuntos que le conciernen a todos los católicos es no sólo una conducta cobarde, sino suicida. Especialmente cuando el Islam pasará a ser, en unos cuarenta o cincuenta años, el sistema religioso mayoritario en el mundo. Por primera vez en mil años o por ahí, el cristianismo será desbancado del primer lugar. Urge que el Vaticano (y no pocos católicos) se den cuenta de que muchas cosas no pueden seguir igual en el Siglo XXI.

Que la pasen muy bien con sus seres queridos; que no batallen mucho armando esos #%$/& juguetes; y que el pavo les sea leve. Correo: famparan@campus.lag.itesm.mx

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